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Alcabala

martes, 05 de mayo de 2015
Esta palabra árabe, de las muchas que enriquecen las lenguas peninsulares, léase Castellano, Gallego, Portugués y Catalán, designa un antiguo impuesto o tributo, de carácter interno, que gravaba las transacciones comerciales en Al Andalus, el maravilloso reino moro que duró ocho siglos en la Península Ibérica, cuyos vestigios culturales perviven en distintas manifestaciones de la creación humana, como la música, la arquitectura, las técnicas de regadío, la forja de metales, los primeros conocimientos de medicina, óptica, botánica y aun de genética, la matemática y la geometría, la traducción rigurosa del tesoro filosófico griego… Los árabes crearon también el concepto de la “partida doble”, base de la ciencia numérica y comercial llamada Contabilidad.

Miguel de Cervantes fue “alcabalero”, es decir recaudador de impuestos, trabajo duro y mal mirado por los mercaderes y productores de entonces (y de hoy, por supuesto). Cada tres meses, el autor del libro más editado y leído de todos los tiempos, “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”, fue tentado por un amigo banquero que le propuso entregarle a él las recaudaciones para que ganaran jugosos réditos. El Manco de Lepanto se entusiasmó, viendo en ello la posibilidad de obtener algún dinero extra, fuera de la magra soldada que recibía por la impopular faena. Habrá soñado el genial manchego –digo yo- con saldar sus deudas y mejorar los abastos de su humilde casa; con liberar a sus hijas de servicios non santos... El resultado -¡ay!- fue previsible: el “amigo” desapareció con su banco difuso y precario y con los tributos imperiales en la hucha. Cervantes estuvo tres años en prisión, donde escribió lo mejor de su obra quijotesca. (Exegetas del dolor humano dirán que su calvario fue “positivo”, dado el incomparable fruto verbal que germinó en las húmedas mazmorras, aunque no es preciso crucificar al creador para que logre excelsos resultados; la misericordia sirve más a los escribas que el garrote vil).

Desde antiguo, pues, los gobiernos, sean monarquías, dictaduras, democracias o tiranías absolutas, requieren de la alcabala o tributo impositivo para financiar sus tareas sociales, para mantener a sus servidores públicos -incluidos los dispendiosos guerreros-, y proveer a los más necesitados de lo que la fortuna o la estratificación de clases les ha negado a lo largo de los siglos.

A la Derecha, neoliberal y expoliadora por antonomasia, le repugna la “reforma tributaria”. No quieren pagar más, porque a sus adictos les duele en la faltriquera ganar menos. El alza de impuestos –dicen y claman- va en menoscabo de la producción y el empleo. Cabría preguntarles si en los extensos períodos históricos en que han pagado bajos tributos, han mejorado los salarios y disminuido la cesantía (paro). Pregunta inútil, ya respondida por la estadística: NO.

Como consecuencia del desastre económico del reciente cataclismo telúrico, el gobierno de Sebastián Piñera ha decidido alzar los tributos de las grandes empresas chilenas, a la vez que aplicar un “royaltie” a las transnacionales de diversos rubros, en especial de la minería, empresas que reciben pingües utilidades por la explotación de yacimientos que, algún día, se agostarán como las uvas de la parábola. Curiosamente (no tanto) se han alzado voces, desde las propias filas de la Derecha más tradicional y recalcitrante, protestando porque estas medidas “atentan contra la libertad de los productores y las leyes naturales del mercado”

Y es que el móvil de la codicia no tiene tasa ni medida. Por ello, escucharemos a un empresario cualquiera asombrarse porque uno de sus empleados, con ochocientos dólares al mes, no sea “capaz de arreglárselas”, mientras que él, percibiendo apenas doce mil, ordena sus gastos y vive sin sobresaltos pecuniarios. (“Sabes que te quiero, no me toques el dinero”, como en la canción de Serrat).

Yo propongo aumentar y diversificar las alcabalas, extendiéndolas, sobre todo, a los reinos de la especulación, donde sin producir nada ni emplear a nadie, un grupo de individuos obtiene enormes beneficios “moviendo papeles”, como lo hiciera, con singular éxito, durante dos décadas, el actual Presidente de la República de Chile, que hoy se desprende (dicen) de sus bienes bursátiles para entregarse por entero a su auténtica vocación: el servicio público, el bien de los más desposeídos. ¡Bravo!

Yo no entregaría el ejercicio de la recaudación alcabalera ni a poetas ni a especuladores, porque ambos suelen extraviarse en los reinos de sus sueños y ambiciones, entre el desfalco flagrante y la apropiación indebida... Sería bueno, quizá, crear una especie de casta de monjes o de espartanos frugales para encomendarles tal servicio público, aunque nunca se sabe por donde asoma el Maligno el rabo fascinante y artero de sus tentaciones.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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