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Vientos de Revolución

miércoles, 17 de abril de 2002
Cualquier persona podría sentirse satisfecha de haber vivido una revolución, con lo que eso da para contar. Yo tuve la fortuna de haber vivido tres... y sigo a la expectativa.

Mi primer encuentro con la revolución fue el 1 de enero de 1.959. Por aquellas fechas yo me encontraba en La Habana acompañando a mi padre, un gallego-cubano que tuvo que huir a mediados de los años treinta de las iras del presidente Machado que, vengativo, persiguió a los hacendados gallegos instalados en Santa Clara.

La entrada de los revolucionarios por las calles de La Habana, ese primer día del año 1.959 fue inenarrable. Dentro de aquel caos, uno podía descubrir todas las pasiones desatadas a la vez: júbilo, pasión, angustia, miedo, ansias de venganza... la miseria y la grandeza del hombre en fin.

Aquel primer día de enero de 1.959 yo tenía catorce años y no supe comprender lo que aquello significaba. Veía a algunos de mis primos, barbudos, sucios y mal vestidos, armados con fusiles y cuchillos al cinto que, alborozados, patrullaban las calles de la vieja Habana y del Malecón. Me subí con ellos al destartalado Jeep, grité con ellos “Viva la revolución”, disparé con ellos tiros al aire, me contagié de su alegría, me vestí sus mugrientas chaquetillas de la revolución y me abracé a unos y a otros. Algunos me vitoreaban confundiéndome con un niño revolucionario que acababa de bajar de Sierra Maestra, pero yo era demasiado joven para comprender aquella complicada revolución.

Claro que con el tiempo conseguí comprender algunas cosas de las revoluciones. Lo primero que comprendí fue que no hay ideales que aguanten el paso del tiempo y pude comprobar como, poco a poco, el orgullo revolucionario de mis primos se convertía en desesperanza y que, las ansias de construir una Cuba próspera para sus hijos, se tornaba en las ansias de sus hijos por construir una balsa segura para huir de Cuba.

De modo que de aquel primer encuentro con la revolución sólo me quedan unas fotos en blanco y negro, un carnet de afiliación a las fuerzas armadas revolucionarias, un hermoso recuerdo de juventud y un triste presente de mis parientes gallego-cubanos que, resignados, siguen esperando regresar un día a Galicia. ¡Ah! y la trepidante historia del camarada Santa Clara, aunque esa, esa es otra historia de intrigas, guerras frías y majaderías de gobiernos.

Mi segundo encuentro con la revolución fue en la primavera del 68. Por aquellos días yo me casaba en Madrid con una chispeante madrileña que, su mayor ilusión, era viajar a París de luna de miel. ¿A quién se le ocurre?, viajar a París de luna de miel en aquella primavera, de modo que allí me tropecé de lleno con la revolución de mayo del 68. Allí, como un atractivo más, salíamos a vivir la revolución por las calles de París.

Allí compartí alboroto con Dany el Rojo. Allí arranqué adoquines para ver si la playa estaba debajo de las piedras. Allí fui realista y pedí lo imposible. Pero por aquellos días yo andaba demasiado ocupado e ilusionado en cosas más triviales que una revolución: que si comprar el piso, que si tener un niño, que si comprar el seiscientos; ya les digo, cosas comunes de una pareja de recién casados, de modo que tampoco aquel segundo encuentro con la revolución dejó mella en mí.

Bueno, quizás dejó alguna. Es posible que por aquellas calles y por aquellos alborotos haya incubado un extraño virus que me ocasionó secuelas crónicas: un extraño sabor de boca, algo así como sed de justicia social. ¡Ah!, y algo más me dejó la revolución de mayo del 68: me dejó un nombre de guerra. Cierto día, un extraño personaje con un extraño acento nos llamó para invitarnos a tomar una copa en un lujoso hotel de la place Vendome. Yo no le conocía, pero a la entrada alguien me preguntó: ¿tu padre es de Cuba?. Sí, le respondí, de Santa Clara.

Paso mucho tiempo desde la revolución de mayo del 68 hasta que volví a encontrarme de cara con la revolución. Tres largas décadas afanado en sacar adelante una familia, un hogar, unos hijos, mantener un trabajo y estirar un sueldo. Eso si que es una revolución, la revolución de lo cotidiano, pero no, no fue ese mi tercer encuentro con la revolución.

En los últimos años me hice un experto cibernauta. Navegar por el espacio virtual, chatear con desconocidos, intervenir en foros de discusión, fisgonear a veces en ficheros ajenos. Nada de importancia, sólo para matar el tedio de lo cotidiano. Algo de estimulo para mantener el tono de la sagacidad y del ingenio, así que, nada hacia presagiar que, a través de ese inocente entretenimiento pudiese tropezarme con una revolución.

Hace unos meses, antes de un largo viaje, puse en circulación a través del ciberespacio unos poemas que hablaban de Dios, de Galicia y de la justicia social. Nada de importancia, unos contenidos como tantos que circulan por la red, así que me fui de viaje y no volví a encender el ordenador hasta dos meses después. A la vuelta, cuando volví a conectar el ordenador tuve mi tercer encuentro con la revolución.

Al entrar en el correo electrónico, una larga lista de E-Mails aguardaban en el buzón de entrada. Un rápido vistazo me iba situando y poniendo al día, pero de pronto salto la sorpresa. El titulo de un mensaje me sobresalto y me puso en guardia: “desde Ulan Bator”.

Moví el ratón con impaciencia, pinche el mensaje y allí estaban mis poemas, tal como los había puesto en circulación a una lista de usuarios que conocía por contactos anteriores, pero no era nadie conocido que me devolviera el contenido. En cambio sí pude identificar un comentario añadido al final del texto original: “sigues siendo un soñador Camarada Santa Clara”.

Fue entonces cuando comprendí que Internet es la nueva revolución. Es una de las más grandes revoluciones que el hombre haya vivido hasta el momento, comparable con el descubrimiento de la rueda y de la colonización americana. Es la revolución que ha hecho del mundo una aldea manejable, donde cualquier vecino puede hablar con quien desee y encontrar lo que busca. No existen distancias, razas, idiomas o continentes, existe Internet. No existen pobres o ricos, existen internautas o inadaptados. Y me acordé de aquellos slogans que gritaba en la revolución de mayo del 68, ya puedo ser realista y pedir lo imposible, Internet lo hace posible. Y me acordé de aquel extraño personaje con aquel extraño acento que un día nos invito a una copa en un lujoso hotel de París, hoy tenía en mi buzón un E-Mail que él me enviaba desde Ulan Bator.

Como dije al principio, cualquier persona podría sentirse satisfecha de haber vivido una revolución. Yo he vivido tres y sigo contando. Andaba yo estos días holgazaneando por la bahía de Algeciras, aprovechando uno de esos puentes tan frecuentes en nuestro calendario, cuando coincidió que al pasar por un paraje deshabitado, me sorprendió ver en el borde del mar una inusitada actividad de gente. Paré el coche, salimos y desde el altonazo pudimos comprobar que se trataba de una patera cargada de inmigrantes que acababa de arribar a la costa. La guardia civil se afanaba en detenerlos. Algunos huían ladera arriba, otros luchaban contra las olas por ganar la orilla, otros yacían inertes sobre la arena. Nada relevante, lo de cada día, algunos llegan y los detienen, otros consiguen infiltrarse, y los más desafortunados mueren en el intento.

Esa mañana había amanecido nublada. Una suave brisa te helaba las mejillas y te destemplaba el cuerpo. Mi bella acompañante me miró y me dijo “es la brisa del amanecer, me voy al coche”. Yo contemplé nuevamente la escena de hombres chapoteando en el agua tratando de alcanzar la tierra del paraíso a riesgo de su vida, y miré a mi joven y aterida acompañante que corría hacia el coche a refugiarse del frío y le grité: “No es la brisa del amanecer, es el viento de la revolución”.
Morales, Raúl
Morales, Raúl


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