Los paisajes del déco no estaban sólo en el hall de los grandes hoteles o cinemas, estaban también en los hogares, en el comedor, o las salita de recibir de vuestros abuelos o de vuestros padres, según en la generación

que nos situemos. En España antes de la Guerra Civil, a finales de los años veinte y a lo largo de los treinta, la burguesía media compraba para su mobiliario un dormitorio moderno.
Aquel estilo joven competía con los clásicos para el resto de la casa: el inglés o el español eran los más usados. Este último con oscuros ornamentos del repertorio plateresco, un casticismo en madera que afirmaba nuestra identidad ornamental -se suponía- cargada de grutescos, candelieri e interpretaciones atormentadas y cargantes de nuestro heterodoxo Renacimiento teñido de oscuro. Era un estilo pesadilla, muy lejos del referente relajante y equilibrado del Renacimiento clásico, en él los ornamentos italianos competían con citas imperiales de escudos y cascos, citas del espíritu de nuestra épica del Descubrimiento y de los Tercios de Flandes.
Vamos, que los que habríamos de ser llamados Generación del 68 denostábamos aquella farragosa interpretación decorativa imperialista y nacionalista: nosotros queríamos ser modernos e identificarnos con los estilos internacionales. Sucedía que las referencias a la modernidad de nuestros padres no valían para nosotros, estaban demodé, ya pertenecían a otra época, al gusto moderno de su juventud. Total: los muebles déco que habitaron nuestra infancia nos olían a frac con naftalina, a abalorios desmochados, a plumas marchitas, a trajes ajados, a juegos de tocador ornamentales, sin vida, vacios de polvos y carmín.
La moda es efímera, pasa y se envejece de vértigo, hasta que un buen día, muchas décadas después el nuevo gusto la vuelve a rescatar adjudicándole el valor de clásica moderna. Es entonces cuando se sacan los trastos viejos que han sobrevivido a las casas de 90 metros cuadrados, y se restauran: aquel descalzador, la coqueta o el espejo reaparecen en nuevos escenarios y paisajes domésticos, adquiriendo un nuevo look reluciente de preciosa joya de la antigua modernidad años veinte. ¿Será el diferente contexto ambiental de los actuales ornamentos de la casa, la vida de sus habitantes hoy, lo que ha dado el aire nuevo a aquel antiguo estilo moderno al estar ya muy lejano de su época, además de la intervención o restauración contemporánea que quita el polvo a los bártulos ajados, a las placas de madera craqueladas? ¿Será que valen un congo y ocupan los escaparates de anticuarios selectos
?.
Jamás se había denominado déco a aquel estilo de muebles, ropas, joyas, ornamentos arquitectónicos, hasta que se le dio ese nombre en 1966, con motivo de una exposición que recogía en sus objetos el espíritu ornamental y decorativo de la Exposition de Arts Decoratives de 1925 en Paris. A aquellos enseres modernos, el vocabulario popular o el burgués, desconocedor del arte vanguardista en esencia, les llamó cubistas: en ese término se encerraba un toque geométrico de curvas y rectas a compás, sin relieves, con superficies lisas, bloques cúbicos tangentes y secantes, zig-zag. El remoto aroma de la geometría de las pinturas del último cubismo y del orfismo se desprendía de aquellos mobiliarios y telas, eso que queda de un estilo con todas las letras cuando va diluyéndose, haciéndose más ligero y penetra en la moda en combinación con otros referentes culturales.
Pero no crean, el cubismo ornamental y decorativo tenía su épica, no era un puro resto kisch del gran estilo pictórico, era todo un mundo emocional de época que se representaba en alusiones al primitivismo antiguo de las tumbas egipcias descubiertas por la arqueología, a los pueblos africanos, a los descubrimientos de culturas exóticas, de mares lejanos. También era un paisaje sonoro, íntimamente ligado al charleston y al jazz, a los trajes y vestidos adecuados para bailarlos, a sus cortes de pelo a lo garçon que lucían las señoritas modernas, aquellas fumadoras distinguidas, aquellas deportistas profesionales del tenis o la natación con sus trajes de juego o de baño cortos, que escuchaban el sonido de las olas del Pacífico en las grandes caracolas, tantas veces traídas por emigrantes de América: ¡el mundo de lo moderno fue con frecuencia vehiculado por los denostados nuevos ricos!. Pero esto lo dejamos para otro día.