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Mi amigo Iván

viernes, 03 de abril de 2015
CASIQUIARE 

Ciudadano venezolano,
Casiquiare es la mano abierta del Orinoco
y el Orinoco es el alma de Venezuela,
que le da al que no pide el agua que le sobra
y al que venga a pedirle, el agua que le queda.
Casiquiare es el símbolo
de ese hombre de mi pueblo
que lo fue dando todo, y al quedarse sin nada
desembocó en la Muerte, grande como el Océano.
Andrés Eloy Blanco


Debe haber sido en la primavera de 1961, cuando Iván Terán Osorio, mi viejo amigo venezolano, médico y diputado progresista, organizó, en la casona de sus suegros, en avenida Goycolea, rúa engalanada de foráneas palmeras, en la gloriosa comuna de La Cisterna, una gran fiesta a la que asistió, como especial invitado, el entonces embajador de Venezuela en Chile, almirante Wolfgang Larrazábal, huésped que encantó a los anfitriones cisterninos, chilenos de ascendencia italiana, admiradores de los gobiernos autoritarios de índole militar -Mussolini incluido-, aunque el marino Larrazábal tenía traza de civil y aire democrático, si es que éste puede traspasar la coraza aleve del uniforme.
En aquella variopinta concurrencia había especímenes de todo el espectro político, aunque prevaleciera la derecha tradicional y ultramontana, amiga del orden y del quietismo, temerosa de los vientos revolucionarios que Cuba estaba soplando sobre la depauperada y sometida América... De ese proceso hablábamos entonces con Iván, como ahora conversamos, en el ayer de diciembre 28, 2014, de la actual realidad venezolana y de la campaña del terror que los dueños del poder económico esparcen, sin tapujos, para recuperar la totalidad de sus privilegios.
El mundo rueda, amigo Iván, como siempre, sólo que en el camino de ese rodar nos hemos hecho viejos, del único modo posible, que es irremediable… Pero aún somos capaces de acariciar los sueños de la utopía, negándonos al utilitarismo ramplón que muchos pretenden hoy erigir en vacua filosofía. Y nosotros recordamos nuestros sueños, les aventamos la ceniza del olvido, como si el poeta nos hablara, en el calor seco de la tarde chilena en Chicureo:
Vuelvo los ojos a mi propia historia.
  Sueños, más sueños y más sueños… gloria,
más gloria… odio… un ruiseñor huyendo…
y asómbrame no ver en toda ella
ni un rasgo, ni un esbozo, ni una huella
del dulce mal con que me estoy muriendo.

Entre los visitantes que a mí me atraían, en la fiesta memorable del 61’, estuvo Luisín Landáez, cantante venezolano, músico y eximio bailador de cumbia, que nos deleitó con sus endiablados ritmos y esa exultante vitalidad que no solemos poseer los chilenos, grises hasta en las mejores celebraciones, reos de forzado entusiasmo bajo la turbia exaltación del alcohol.
Iván cantó con Luisín, bailó con peculiar gracia, y recitó los mejores poemas de Andrés Eloy Blanco, el gran poeta llanero, con su voz viril y cadenciosa… Ayer, a medio siglo de esa velada memorable, tejimos con Iván algunos recuerdos de aquella época… A mí me roía el bicho artero de la envidia, viendo cómo las jóvenes muchachas de entonces, en especial las chilenas, suspiraban de admiración y parecían devorárselo con los ojos.
Nos amanecíamos conversando, él con su whisky fiel, yo con mi vino hablador, hasta que voces apremiantes nos conminaban al sueño obligatorio del reposo… Recorrimos juntos los bares del viejo Santiago, aquellos ámbitos cordiales, con su barra estrellada de botellas lujuriosas y sus mesas cálidas de tanta camaradería acopiada por años de ineluctable bohemia. (Aún la manu militari no había clausurado esos espacios fraternos, que iba a reemplazar por la bazofia gringa e inocua de los MacDonald; una vez más, la bandera de la patria se arriaba bajo una sigla mercantil).
En la convulsa década de los 70’, Iván volvía a visitarnos desde Venezuela, trayéndonos su proverbial alegría… Recuerdo que estuvo a punto de comprar una vieja casona, en La Reina, en pleno 1972, cuando los ricos de este país huían, poniendo vil precio a sus bienes inmobiliarios, procurando la libertad playera de Miami. Una buena casa no costaba entonces más que una humilde citroneta… Las noches de aquel Santiago eran como boca de lobo, por los continuos apagones y los atentados que financiaba el inefable Nixon, con su CIA como instructora, y milicos serviles en casa… Pero conocíamos buenos rincones y “picadas” donde renovar la alegría y sacarle brillo a la esperanza. Hasta que se suspendieron aquellas visitas reconfortantes del amigo Iván, y volaron los años con su carga de olvidos y silencios… En 2002, volvimos a reunirnos, en breve encuentro.
Pero aquí permaneces, pese a todo, compañero, y seguirás en el arca secreta del corazón, donde cada vez son menos los moradores.
Y hoy te abrazo, amigo Iván, con tu vejez y la mía hechas memoria y consuelo, siempre matizada de humor, porque no tenemos otro recurso –ni tú ni yo- para enfrentar la decrepitud, más que las palabras volanderas, las que conjugo ahora, como el huérfano irremediable que soy, desde que mi madre partiera, ella que fue conclusión feliz de toda jornada y amanecer esperanzado del nuevo año, nacida en 31 de diciembre. Me asisten los versos del gran poeta venezolano:
Madre: esta noche se nos muere un año.
En esta ciudad grande, todos están de fiesta;
zambombas, serenatas, gritos, ¡ah, cómo gritan!;
claro, como todos tienen su madre cerca...
¡Yo estoy tan solo, madre,
tan solo!; pero miento, que ojalá lo estuviera;
estoy con tu recuerdo, y el recuerdo es un año
pasado que se queda.
Si vieras, si escucharas este alboroto: hay hombres
vestidos de locura, con cacerolas viejas,
tambores de sartenes,
cencerros y cornetas;
el hálito canalla
de las mujeres ebrias;
el diablo, con diez latas prendidas en el rabo,
anda por esas calles inventando piruetas,
y por esta balumba en que da brincos
la gran ciudad histérica,
mi soledad y tu recuerdo, madre,
marchan como dos penas.


Al caer la tarde del día de inocentes, nos abrazamos, Iván y yo. Él ahora va a esperarme, con la mesa dispuesta, en su verde Barquisimeto. No sé si viaje hasta allí, pero estoy seguro que volveremos a encontrarnos donde haya una botella de vino y dos copas (las buenas palabras ya germinaron entre nosotros), para reiniciar el indispensable sacramento de la amistad.
¡Salud, amigo Iván!
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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