El Primo Antonio
Moure Rojas, Edmundo - viernes, 27 de marzo de 2015
(Un encuentro con la memoria remota)
Pedro, escultor, uno de los más jóvenes Torres Laureda, de la familia que vivía entonces, como sabéis, en su casaquinta de la calle Independencia, cerca de El Olivo, cuya bella hermana Elita casara con el primo Julio, me avisó que Antonio, el mayor de los García Moure, sufrió recién un derrame cerebral y está en el pabellón de Neurocirugía del Hospital Sótero del Río, camino a Puente Alto.
Esto iba yo reescribiéndolo en el magín, esta mañana de sábado, rumbo al hospital, para visitar al primo Antonio, mientras le veía, con los ojos de la memoria remota, en el patio arbolado de Chacra El Olivo, bajo las floridas acacias de la primavera, un domingo quizá, a comienzos de la década del 50
Joven veinteañero, alto y apuesto, de hermosas facciones varoniles, cabello trigueño y ojos de un azul profundo, como los de nuestro padre Cándido. De hecho, Toño tenía un gran parecido con ese tío que los hermanos García Moure: Antonio, Julio y Elena, bautizaran como Tío Canillo.
Llevé conmigo un libro, para leer en el largo trayecto del Metro, pero no pude hacerlo. Me embargaba una extraña desazón, mezcla de pena y ansiedad, semejante, en cierto sentido, a la expectativa de aquellas mañanas dominicales en que el taxi del Tigre Sorrel, por circunstancias desconocidas, demoraba su llegada a buscarnos, para vivir una maravillosa jornada en la Chacra
Y mi madre me decía, con su habitual serenidad, cálmate, si ya va a venir, ayer hablé con él y se comprometió a llevarnos, no seas impaciente.
Tres cuartos de hora tardé en llegar al hospital; el Tigre Sorrel hacía en el mismo tiempo el recorrido entre la casa de Ñuñoa y la de Vivaceta con El Olivo, donde Antonio, Toño, solía abrirnos el portón, con una sonrisa cálida, pero comedida. Y mientras descendíamos del viejo Ford negro, nos saludaba a cada uno por el apodo, porque todos lo teníamos, incluyendo a nuestros padres, el tío Canillo y la tía Pecha, o por el diminutivo, que en lengua gallega trae la suave atenuación afectiva de la eñe, que nos tocaba a algunos como espontáneo regalo melódico
Busqué la sala donde estaba Antonio. Una enfermera me cerró el paso, advirtiéndome que faltaban dos horas para el turno reglamentario de visitas. Le dije que era primo del padeciente y venía recién llegando de Buenos Aires, para verle
Toño yacía al fondo de la habitación. A su lado, Claudia, la hija menor, alta y fina, con bellos ojos expresivos y algo velados por la tristeza. Me dejó su lugar junto al enfermo. Antonio me miró, inquisitivo, y noté que el azul de sus ojos se había vuelto de un gris oscuro, y un borde opaco circundaba la córnea con esa inconfundible marca cronológica de la senilidad. Me presenté y esbozó el rictus de una sonrisa
Mundiño, dijo, y pareció alentarlo un hondo suspiro
Me tendió su mano izquierda, de grandes y gruesos dedos. Sí, el parecido ahora era perfecto, como si fuese un retrato redivivo de los últimos años de nuestro padre.
En el patio de la Chacra éramos luego recibidos por tía Naulina, por abuela Elena, tía Alicia, tía Elena
Las mujeres constituían el ánima hospitalaria de la casa, eran el anuncio de los primores sorprendentes de la cocina gallega. Sus saludos traían el acento de la lengua campesina y rumorosa de Galicia, resurgida aquí, en un rincón de la América del Sur. Estaban también la Nena, con sus grandes trenzas doradas, y Julio, airoso mocetón rubio. Nos regalaban a cada uno el saludo y el nombre y el apodo, como rito inolvidable de congratulación.
Desde el fondo del lecho la cabeza del primo Antonio pugna por alzarse hacia mí. Los recuerdos se avivan en el viejo brasero de la memoria
Eugenio estuvo ayer a verme, dice, venía de Salamanca
Eugenito vino, muy cariñoso. Y luego me pregunta por todos los demás: Toño, la Carmenche; sonríe y dice la reina mora, Marito, Juan Luis, el Cavich, Fernandino, el Penano, Beatriz, la Tatís
Eran lindos aquellos días de la Chacra
Una vez te pegué un pelotazo en la cara, ¿te acuerdas?
Se ha escrito de esas pichangas memorables, que podían durar un día entero, de los condumios pantagruélicos y las matanzas de puercos y muchas de las aventuras de la infancia
Yo admiraba profundamente al primo Antonio, por su belleza viril, por su inteligencia, que derrochaba en el tablero de ajedrez
Él me instruyó cómo mover cada pieza y aprovechar las facultades de sus desplazamientos. Aprendí las primeras partidas tradicionales y el mate pastor, del que fui víctima varias veces. Le vi jugar con padre Cándido, con Julio, con Mañungo, con tío Jorge y con la dulce Carmiña; era imbatible.
Gracias por venir, vuelve, Edmundito
Y me preguntó por mis libros y le prometí traérselos, aquellos que hablan de la memoria de la tribu que integramos un día los García Moure, los Bordalí Moure, los Díaz Moure, los Moure Oportot, los Moure Navarrete y los Moure Rojas
Claudia me dijo que ella había tenido uno en sus manos
Entonces, apelo a las viejas palabras y a los nombres amados, sobre todo el de Naulina, para que las dulces sílabas abran un poco más la esclusa de la memoria, y Antonio, Toño García, nuestro querido primo, recuerda y pugna por revivir, diciéndome saldré de esta, Edmundito, Mundiño
Por supuesto que sí, le digo, pero tendrás que ponerte al día con los asados y vinos que me debes -que nos debes-, quizá como parte de esa alegría que has escatimado en tu vida solitaria, a causa de algún dolor secreto; no lo sabemos, es misteriosa la vida, primo Antonio, y de pronto nos hacemos viejos sin que nadie nos haya advertido que la miel de los días, el aroma de las frutas, el olor de los besos robados a la adolescencia, las palabras únicas que aprendimos a conjugar en la infancia, desaparecen tras una puerta que un viento aciago clausura, de golpe, para nosotros
Yo cumplí ochenta y cuatro, nací en 1930
Tienes apenas una década más que yo, primo Antonio.
Regreso algo triste, pero una vieja esperanza me sopla al oído la palabra resurrección, aunque la reemplazo por el verbo gallego agromar: estallar, brotar, surgir los renuevos en la primavera. Como fuera cada año, en Chacra El Olivo, ¿verdad, primo Antonio?

Moure Rojas, Edmundo