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El tamaño de los sueños

martes, 24 de febrero de 2015
“Siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje
alguna luz sobre las cosas que fueron contadas como hechos”.
Ernest Hemingway


La imaginación es uno de los atributos propios del ser humano. Alguien la bautizó como “loca de la casa”, porque su desmesura puede llevarnos al extravío, como le ocurriera a don Alonso Quijano el Bueno, que confundió los prodigios de los libros de caballería con la áspera realidad de su vida de hidalgo pobre, y quiso revivirlos, como sueño de gloria, montado en su flaco rocín, con viejas y enmohecidas armas de su panoplia y el concurso fiel de un campesino como escudero.

De la capacidad imaginativa nacen las ficciones literarias, que a menudo pueden resultar más reales y veraces que la vida misma, si poseen índole de verosimilitud, por fantástica que fuere su trama. Así, grandes novelas históricas, como Rojo y Negro o La Guerra y la Paz, nos dicen más de conflictos históricos memorables que muchos tratados de historia, llenos de fechas y datos de archivo secos e intrascendentes.

Cabe destacar que, muchos de los grandes descubrimientos y aportes científicos de la humanidad, no hubiesen sido posibles sin el concurso de la imaginación creadora. Claros ejemplos de esta aseveración los encarnaron Copérnico, Galileo, Newton y Einstein. Y aunque los cientificistas de hoy digan lo contrario, la sola inteligencia empírica no es capaz de develar los misterios de la naturaleza ni menos de otorgar respuesta a las grandes cuestiones existenciales.

Como recurso verbal de la imaginación poseemos las conjugaciones del condicional, esa extraña posibilidad ilógica de lo que “hubiera podido ser”, de lo que “podría ser u ocurrir o advenir si algo hubiese sido cambiado antes”. José Saramago, en Historia del Cerco de Lisboa, agrega un “no” en un comunicado oficial del año 1147, y cambia por completo el curso de la historia de Portugal... Tal vez sea una especie de llave temporal para regresar a la opción del libre albedrío, preguntándonos: ¿Y si hubiera yo escogido el otro camino, qué hubiese ocurrido? Interrogación vana, o “seudo pregunta”, como diría una filósofa que conozco, porque el tiempo no regresa al punto de partida, salvo -claro está- cuando nos remitimos a la ciencia ficción, otra de las vertientes contemporáneas de la facultad imaginativa.

Pero el hombre insiste en soñar e imaginar realidades que van más allá de lo burdo cotidiano; también en crearlas, a través de diversas manifestaciones artísticas y, sobre todo, por medio de la literatura y sus ancestrales historias, que en primera instancia fueron orales, permitiendo cambios y adiciones sucesivas de lo que imaginaban por su cuenta aquellos rapsodas, juglares o trovadores que iban por el mundo contando y cantando, para hacer más llevadera la existencia en el “valle de lágrimas”.

Y el escritor sueña, si no con transformar el mundo (tontería superada luego de la experiencia del “realismo socialista”), con crear uno a la medida de sus aspiraciones, alegrías, dolores y desengaños. En este caso, lo que debió ser importa más que lo acontecido. Esto también sucede fuera de la ficción, cuando la memoria, a través del rasero del inconsciente, borra o transforma sucesos odiosos o traumáticos que puedan volver a herirnos en el espacio del recuerdo.

Podemos imaginarnos, cuando leemos un libro, viviendo las aventuras narradas como propias, sentirnos héroes y, a veces, villanos o malandrines. Es lo que experimentamos, a temprana edad, con los clásicos como Swift, Salgari, Verne, Grey y otros. En contadas ocasiones, nos sentimos leídos por una historia, como si el texto hubiese sido escrito por y para nosotros. Así, cabe identificarnos con un personaje al punto de confundirnos con él, intentando emular, en la existencia cotidiana, sus acciones y anhelos.

Alguien me contó la historia de un profesor alemán, crítico literario, que vino a Chile en la década de los 50’ del pasado siglo, para dictar conferencias en el Aula Magna de la Universidad de Chile, acerca del eximio escritor Emil Ludwig, especialista en el género biográfico, muy leído y comentado entonces en nuestro país. Pues bien, una mañana en que el hermeneuta paseaba por la Plaza de Armas de Santiago, observó a un lustrabotas que leía, mientras esperaba algún posible cliente, la notable biografía “Napoleón”, del judío-alemán exiliado en los Estados Unidos. Se acercó, sentándose para requerir el servicio del lustrín. Intrigado, preguntó al curioso lector: -“¿Le gustan las biografías de Emil Ludwig?”. –“Sí –respondió el lustrabotas, y agregó: He leído varias, pero la que más me ha gustado es la de Napoleón”-. –“¿Y por qué esa?”- insistió el maestro. –“Porque me identifico por completo con el personaje”-, respondió, con evidente aplomo, el lustrador.

El limpiabotas era, sin duda, un Napoleón en potencia, y tal vez tuviese en casa su propia Josefina, a la que besaría sus pies, cada mañana, como lo hiciera el Corso antes de marchar a sus colosales batallas, cuando se arrodillaba ante su fémina cortesana, suplicándole que no le pusiera los cuernos con el ordenanza, apenas desapareciera en el horizonte la blanca grupa de su caballo. En este caso, el hipotético sueño del amo de Europa era tener al regreso una querida fiel.

Una vieja parienta mía, de esas que nos tocan en suerte “por afinidad”, me dijo, hace medio siglo: -“Su problema, joven, es que usted carece de ambición”-.

-“Se equivoca- le respondí –el asunto es que mis sueños o ambiciones son desmesurados”.

Es decir, que por su tamaño y exceso van siendo de cumplimiento difícil e impredecible.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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