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Parientes ilustres

viernes, 06 de febrero de 2015
Resulta que somos parientes de Teresa de Ávila, por materna rama de los Ramírez, fruto de la descendencia en el Reino de Chile de don Agustín de Cepeda y Ahumada (1527-1591), capitán español, abulense de Gotarrendura, hermano de la insigne poeta (algunos la llaman santa, pero santo sólo es el Altísimo, que las canonizaciones son pretenciosa obra humana, como prueban los que propusieron para tal dignidad divina al perverso Marcel Maciel). Luchó Agustín contra los araucanos (mapuches debemos decir), destacándose en Cañete. (Hoy los chilenos siguen acosando a la raza indómita con las malas artes de la usurpación, la policía racista y la mentira política).

Agustín casó con una mujer inca que parió a Jerónima de Ahumada. Según explica mi primo Rafael Meza Torres, descendiente por vía paterna de los ilustres Ramírez (lean la novela “La Ilustre Casa de Ramírez”, del extraordinario narrador portugués, José María Eça de Queirós), la descendencia generacional en Chile entronca con Tomás Ramírez, cuyas fértiles ramas florecen en los Ramírez Salinas, de Nancagua, recordando a nuestra abuela Fresia y su limpio orgullo de ser “huasa nancagüina”, es decir, hija de las estirpes más chilenas de esta larga y disímil tierra al extremo sur del mundo.

Me declaro más bien escéptico de prosapias y pergaminos nobiliarios, sea que procedan de Chile, remotísimo y postergado lugar a donde venía a morir “la flor de mis guzmanes”, -que escribió Carlos V de Alemania y I de España, cabeza del imperio territorial más extenso que ha conocido la Historia, donde “no se ponía jamás el sol”-, o del noroeste de Iberia, con su prestigio céltico y finisterrano. A estas comarcas malditas del austro cordillerano, partiendo por los atroces testimonios de Diego de Almagro, sólo llegaron aventureros y malandrines, quizá con las excepciones de Pedro Mariño de Lobera y de Alonso de Ercilla y Zúñiga, que no dejaron descendencia conocida, aunque escribieron con singular brillo los primeros testimonios de la conquista. Las familias que suelen aducir aquí abolengos proceden, en su mayoría, de comerciantes exitosos o medradores afortunados. Viajeros y escritores nuestros, como el celebérrimo Joaquín Edwards Bello, testimonian la sorpresa y desaliento que padecieron en tierras peninsulares cuando se enteraron que sus apellidos, vinosos y pródigos de erres, pertenecían allá a destripaterrones y labriegos sin campos de cultivo. En cuanto al primer Edwards, ya se sabe de dónde provino, como asimismo el Cousiño originario, gallego y no francés, como aseguraron sus parientes arribistas, expoliadores de mineros del carbón en Lota.

Por otra parte, el setenta por ciento de los chilenos lleva genes indígenas (ya no se dice “sangre”), pues aquí el mestizaje fue muy extenso, dado que durante la conquista no arribaron mujeres, salvo doña Inés de Suárez, que no tuvo hijos y vivió veintinueve años de (feliz) matrimonio con el gallego lucense, Rodrigo de Quiroga y Camba, hidalgo pobre (como yo mismo). Aunque en este país nuestro a nadie le agrada tener trazas de mestizo, sea que ostente pelo negro hirsuto, frente estrecha, piel oscura, pómulos salientes y nariz ancha… -Soy europeo- te dirán, aunque en los aeropuertos de la madre patria les pidan fianzas y certificados que salvaguarden el riesgo de inmigración clandestina.

En nuestra familia se cuenta la historia de un cacique mapuche de apellido Rojas, que allá por comienzos del siglo XIX dejó en herencia indirecta una buena cantidad de hectáreas al sur de Temuco, sin que hubiese reclamaciones testamentarias. Algunos de nuestros parientes, que pudieron haber impetrado derechos, rehusaron para no figurar “emparentados con indios”. (A estas alturas, yo, por una tierra de bosques y piñones, me declaro consanguíneo de Michimalonco).

Ahora, ser pariente de Teresa de Ávila, poeta excelsa de la castellana lengua, es otra cosa, y me adscribo a su genealogía, aunque me llegue al magín apenas un átomo de su creatividad literaria. Esa sí que es prosapia valedera y trascendente.

El propio Cervantes -recuérdese- luchó, junto a su padre y abuelo, por “limpiar su sangre de judía impureza”, buscando por decreto ser considerado “cristiano viejo”, sin mixturas con hebreos ni moros (válgame Dios). En contraste, miles de hispanos pobres y menesterosos podían ostentar la “pureza” de su origen, como inútil galardón que no paliaría su cotidiana miseria.

Hay quienes esgrimen hoy la peregrina teoría de una descendencia extraterrestre del homo sapiens. Eso lo rechazo rotundamente: jamás casaría una hija con un marciano (tampoco con un poeta).
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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