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Mi amigo de los libros

Moure Rojas, Edmundo - martes, 03 de febrero de 2015
A Roberto Leiva Jeldres

“Miras el mar del desierto hasta el infinito
y no escuchas a tu padre cuando dice tu nombre”
Anónimo árabe.


Entre las paradojas humanas está el no ver en profundidad a los seres y las cosas que están más cerca de nosotros. Y es que el ser humano necesita una cierta distancia, una perspectiva de mayor espacio para entender lo que le rodea; a veces, el tiempo o la ausencia nos llevan a apreciar valores desestimados en los afanes de la rutina cotidiana.

Era el año 1978. Salí una mañana desde mi casa en el paradero 25 de Gran Avenida, para comprar vituallas en el supermercado del barrio. Al costado de la vereda, un hombre joven, de pelo largo, exhibía libros sobre una improvisada mesa hecha de cajones de fruta. Me detuve a mirar los textos. Literatura chilena y universal. Pregunté los precios, muy convenientes, por cierto, e inicié las transacciones de rigor. El vendedor sabía de libros y de autores, pero no tenía trazas de comerciante, y antes de que yo se lo pidiera, ofreció rebajas. Compré varios de aquellos tesoros enaltecidos por el uso, con la marca aún viva de los dedos que acarician, por anticipado, el saber que vendrá en las palabras, el asombro, el regocijo, a veces, la revelación que el lenguaje obsequia en amoroso desprendimiento.

Había un ejemplar de “Carta al Greco”, la extraordinaria autobiografía póstuma de Niko Kazantzakis, allí donde escribe. “No es el hombre lo que me maravilla sino el fuego que devora al hombre”. Roberto Leiva era el vendedor. Nos hicimos amigos. Las mismas llamas inflamaban nuestros ávidos espíritus. Él llegaba hasta mi casa de Ossa 0122 y me traía libros, a menudo auténticos hallazgos para mí. Conversábamos sobre espiritualidad, alma, anhelos de trascendencia, en una época nada propicia a aquellos efluvios poéticos. Roberto me mostró sus propios escritos, básicamente estudios de los textos sagrados del Cristianismo, bajo una perspectiva distinta, más libre y ecuménica de lo que estábamos habituados por aquel entonces. Hablamos de proyectos comunes, de posibles ediciones…


A finales de los 80’ yo me fui de La Cisterna y perdí la pista de mi amigo de los libros. En el 2000 volvimos a encontrarnos y Roberto se incorporó a trabajar con nosotros en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad. Nos reencontramos, unidos nuevamente por el sortilegio de la palabra escrita y por los mismos sueños intemporales, ilusos de proyectos en un medio donde pensadores y poetas constituimos una suerte de marginalidad extemporánea.

En mis numerosos cambios de morada, extravié muchos libros; entre ellos, “Carta al Greco”. Roberto me lo regaló, de nuevo, porque en aquella lejana ocasión de la primera venta –debo reconocerlo-, no me lo había cobrado. Volví a leerlo y lo encontré mejor que antes, como suele ocurrir con los escasos grandes libros. (Recordé al poeta Pablo de Rokha, que en las postrimerías de su existencia terrenal me dijo: “De toda mi biblioteca de siete mil volúmenes, sólo hay dos libros que conservo: la Biblia y Don Quijote de la Mancha”).

Roberto, mi amigo de los libros, está hoy gravemente enfermo, pero sólo del cuerpo, que es apenas la ceniza fértil de la tierra. Su alma permanece viva y resplandece. Él me lo dijo, hace años, en una etapa mía de torpe descreimiento: “Tengo la absoluta certeza de tener un alma inmortal”. Y ése fue otro regalo suyo, aún mejor que la “Carta al Greco”, obsequio que espero conservar hasta que volvamos a vernos...

EL LEGADO
Ayer me telefoneó mi amigo de los libros, Roberto Leiva, justo después de haber terminado la crónica anterior... Nos citamos en nuestra "parroquia", el Bar Amigo, cenáculo de conspicuos e irrenunciables feligreses, a las siete de la tarde. Me impresionó su aspecto; se veía muy flaco y disminuido (es siete años menor que yo, aunque cabe recordar a Borges, cuando dice: “La vejez, eso que les pasa a los otros…”), canoso, estragado, pero en sus ojos latía un raro brillo, una resolución intemporal. Me dijo que venía a entregarme todos sus escritos, fruto de treinta años de estudios comparativos de los principales textos sagrados: la Biblia, el Corán, el Baghavad Ghita, los Vedas, los pensamientos de Buda, el Popol Vuh de los mayas y algunos otros que recordar no puedo... Todos ellos los firma como El Consejero.  -No quiero que mi nombre aparezca en ninguna autoría, porque estas palabras no me pertenecen; apenas soy una pequeña campana que alguien tañe desde la noche de los tiempos, única voz de sabiduría posible. Le dije que publicar ese material no es hoy viable, pero que podríamos incorporarlo a un blog especial en la web, y allí tendrá más lectores potenciales que en las librerías, donde amarillean los folios sin destino. Extrajo un pendrive, ese cofre diminuto donde caben muchos libros, y un bulto grande envuelto en papel de estraza…

Antes de aceptar aquel encargo, que me pesaba como un fardel, le sugerí que entregase su herencia verbal a sus tres hijos... Me dijo que "ni por nada", que sus descendientes carnales le tenían por loco y despreciaban -con absoluto desconocimiento, claro- aquel intenso y largo afán de vida que le costó un matrimonio y un cúmulo de desavenencias. Mientras él bebía un té –“lo único que acepta el resto de estómago que me queda”- y yo apuraba una cerveza de medio litro, concluyó Roberto diciéndome, muy sereno, que no le temía a la muerte, que la esperaba como a un amigo que llega a reconfortarte cuando estás sumido en la desolación.

Luego me dijo que fuera a su departamento, para escoger los libros que quisiera… -El resto- me dijo, serán para la biblioteca de la comuna. En todo caso, no pasan de mil volúmenes. (Pensé dónde los pondría en nuestra estrecha morada, pero ellos, los libros, siguen siendo para mí una tentación casi irresistible, como las mujeres hermosas y hospitalarias que cantó Machado).

Volví a casa más abstraído que nunca. Marisol me preguntó si me sentía mal, porque acabo de salir de una gripe asmática… Nada, le dije, vengo ligero, como si fuese yo mismo una hoja de papel biblia que llevara escrita la mejor literatura del universo.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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