Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

El pan del viejo

lunes, 02 de febrero de 2015
Cuando era todavía un niño inmaduro ingresé en el Seminario de Lorenzana llevado por el noble afán de servir a Cristo. No, no fui yo de aquellos que buscaban en el Seminario adquirir unos conocimientos básicos para la vida, como cuentan que hacían otros compañeros, conscientes las familias de lo barato que resultaba estudiar allí en comparación con los internados de la época. Gracias a Dios y el esfuerzo de mis padres era de los pocos que no gozaba de beca.

Nuestra vida era frugal, como acostumbraban a decir los profesores, y eso significaba comer peor que en casa, ducharse con agua fría a la siete de la mañana, carecer de calefacción, dormir en grandes estancias de veinte o treinta camas y guardar las pertenencias en amplios baúles o destartaladas maletas. Era fácil observar las privaciones de cada uno, pero a nadie se le ocurría despreciar al pobre o alardear de rico. Eso sólo se percibía, a pesar de los trucos para disimular sobre todo la miseria.

Lo que para algunos era un lujo, dado que habían huido de “ alinda-las vacas”, para otros como yo era un importante sacrificio, máxime si no eras capaz de tragar aquella sopa con cebolla y otras viandas que a nuestro paladar resultaban desagradables. Mi refugio era el pan. Ese pedazo de pan que siempre guardaba en los bolsillos del guardapolvos gris y que después descubrí alimentaba los ratones del dormitorio. Siempre culpé a aquella miseria de la muerte de difteria de nuestro compañero Casabella de Ferreira. Muchas incomodidades que se soportaban también con ratos de ocio muy reconfortantes como nuestros disputadísimos partidos de fútbol, que tanto le gustaban a D. Honorio y al que hacíamos descreer, o las partidas de ping-pong, donde logré adquirir cierta destreza.

Las clases resultaban muy didácticas para la época, porque se establecía una feroz competencia para subir puestos y una declinación te podía mover hacía delante o atrás con mucha facilidad. Los que vagueábamos, a costa de leer cualquier otra cosa que no fuese el libro de texto, nos especializábamos en estar en la cola y era una gran alegría subir muchos puestos por un pequeño detalle. Así entre clases, recreos divertidos y muchos rezos de todo tipo, comunión y confesión incluidas, sólo nos reconfortaba el coro de la Iglesia del Conde Santo, donde por casualidad podíamos ver alguna chavala. Tema tabú donde los hubiera y estoy por asegurar que algunos las confundían con los demonios.

Esta forma de vida de Lorenzana va a variar poco en Mondoñedo con instalaciones mucho más nuevas, que no modernas, pero que ya requerían de nosotros un mayor compromiso. Aunque madrugábamos igual, las marchas militares u otras bellísimas clásicas gallegas nos desperezaban con alegría. Hacíamos nuestras camas, nos revisaban la limpieza de manos, uñas-llaverazo incluido- la orejas y siempre debíamos presentar una buena imagen de pulcritud. Ya limpios la sotana, el bonete y la beca podíamos salir a la calle, mejor a los caminos del monte, para larguísimos paseos a buscar mirlos o nidos de pájaros. Había quien coleccionaba huevos de pájaros.

Nuestras clases en humanidades eran de una calidad exquisita. En quinto éramos capaces de hablar en latín y “ Chichero ” (Cicerón) era ya un familiar. D. Ricardo nos convertía en sumerios o akadios, Bascuas en griegos y D. Pepe, o quien correspondiera, nos enseñaban modales y valores éticos tan necesarios hoy en día. D. Eugenio “ serpenteaba” por la literatura para que tuviera sentido en nuestras vidas las metáforas o los símiles.

Yo me marché en las navidades de quinto. No sé los motivos ni los analicé nunca. Me aburrían quizás tantos rezos, para mí sin sentido. Y no tenía sentido seguir estudiando para cura si no me gustaba rezar. Además la libido era cada día más poderosa. ¡Cuántas maniobras hacíamos para ver a una chica que paseaba su perro por detrás de la valla del patio! Y soñábamos!

Hoy, transcurridos más de cincuenta años, creo que éramos ingenuos, sencillos y tiernos granos de trigo que amasaban aquellos humildes y cultos sacerdotes para crear unos hombres distintos, imprimiéndonos carácter, con el agua y la sal de Cristo,- pan rico de Mondoñedo- para llenar nuestras vidas de una filosofía tan profunda como única que es la vida del Dios del Amor. Nada me hace falta a mí saber, sin desecharlas, acerca de las teologías más avanzadas para creer. Esos curas a quienes jamás daré agradecido sus enseñanzas, me han regalado un Amigo que veo cada día vestido de mendigo o de buen samaritano. Ellos me han dado las lecciones de los ejemplos, ellos han aprendido también de San Jaime Cabot para quienes muchos reclamamos el altar.

Gracias a todos ellos, en especial a mi preceptor durante toda la vida D. Enrique Cal Pardo, a quien sigo visitando con cierta frecuencia par disfrutar de su sabiduría. Gracias por el Pan, que es Cristo, y por tanto amor como el recibido y que hoy, ya ajenos a la superficialidad y a la vorágine de reconocimientos y aplausos, nos permiten vivir buscando el Beatus Ille.
Que nuestro amigo Jesús os acompañe siempre.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES