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Las rosas de Irene

viernes, 16 de enero de 2015
A Manuel Enrique y a Paula Pedreira.

En Dalcahue vive nuestro amigo Demófilo… Dalcahue es, según su toponimia, “lugar de dalcas”… Cuando Francisco de Ulloa, marino y capitán gallego en la conquista de Chile, avistó las costas de la Isla Grande de Chiloé, le sorprendió la presencia de numerosas embarcaciones hechas con tres tablas cosidas y una vela de cuero animal; eran las dalcas, pequeñas canoas que, diez años después, en 1567, emplearía Martín Ruiz de Gamboa, apoyado por los pacíficos nativos chono, para atravesar el canal de Chacao en su campaña de fundación de la Nueva Galicia. Los gallegos que se asentaron en el archipiélago mágico de Chiloé durante los tres siglos que duró su colonización, se dieron maña para construir una barca pesquera y de transporte, liviana y maniobrable, réplica exacta de la dorna gallega, que aún hoy recorre los canales chilotes con su airosa vela abierta a los enloquecidos vientos del austro. Pero. al igual que el topónimo del país, Chilhué, la dorna quedaría hasta ahora como dalca…

La ancha morada de Demófilo está sita en calle Rosalía Roa Nº 70, de la dulce villa marinera donde vivió con Irene durante tres décadas… Pregunto si el nombre de la rúa corresponde a epónimo de ilustre mujer. Nadie lo sabe; las actuales generaciones han dejado de ser memoriosas; son renuentes al pasado, también en esta “comarca de la tradición”, como la llamara un poeta… Puede que haya sido la esposa de uno de los Bahamonde, antiguos propietarios y constructores de naves en las villas de Calen, San Juan y Tenaún, donde todavía podemos encontrar herederos de la estirpe curvando sólidas maderas de los bosques chilotes para ensamblar cuadernas y dar al vértice del casco ese perfil sinuoso que Neruda asociaba a lúbricas sirenas de los siete mares… Irene se marchó para siempre, súbita como una golondrina, el 15 de julio del pasado 2002. Era, como sabemos, aniversario del pasamento de Rosalía de Castro… ¿También simple coincidencia? Pues si la casualidad es uno de los hilos secretos de la Providencia, Irene estaba unida a Rosalía por estas sutiles circunstancias, y por otras, que sus seres queridos podrán quizá develar en la urdimbre vagarosa de los recuerdos.

El jardín rodea la casa. En el frontis, alzan sus perfumados terciopelos grandes rosas de variados colores, en armónica sinfonía exenta de amaneramiento, como si el sencillo entorno de la villa de Dalcahue, con sus casas desperdigadas sobre verdes colinas, se hubiera instalado en el jardín de Irene con distintos cromos y formas; así un seto de irregulares clarines, o los claveles que aguardan inminente florescencia, o las pequeñas araucarias de intenso verdor que se alzan entre albas piedras de cuarzo… Irene no está, pero su cálida sonrisa puede intuirse en el rosal, como sus manos abiertas en hospitalario gesto, diciéndonos, por la voz de Amado Nervo: “Cultivo una rosa blanca/ en junio como en enero/ para el amigo sincero/ que me da su mano franca/ y para el cruel que me arranca/ el corazón con que vivo/ cardos ni ortigas cultivo/ cultivo una rosa blanca”.

Sentados a la mesa, compartimos recuerdos con Demófilo, quien nos habla de aquel remoto invierno de 1976, cuando decidió radicarse en Chiloé, luego de trágicas peripecias vitales: el desaparecimiento de uno de sus hijos y de su nuera bajo la garra atroz de la dictadura argentina… Y cuarenta años antes, siendo apenas mozuelo de trece, el asesinato de su padre, maestro de escuela, en Galicia, un 2 de agosto de 1936… -Pese a todo- nos dice, acodado en la pasarela del muelle de Puerto Montt, mientras la lluvia me empapaba por dentro y por fuera, sentí que alguien o algo me devolvía a mi antigua y amada Galicia… -Me quedé en estos parajes del fin del mundo, acostumbrándome enseguida, pero a Irene le costó más superar la melancolía del paisaje, la soledad de los largos inviernos de esta Nueva Galicia que a ustedes parece gustarles tanto…

La pequeña Sol, desde sus nueve años, entabla un diálogo directo con Demófilo, como si de su abuelo se tratase, y ambos se entienden, entre inocencia y humor galaico, entre curtida experiencia y expectación ilimitada… José María, nuestro mozo gaitero, escucha ávido el vibrante relato. No dice nada, sino coge su gaita e interpreta una muiñeira y luego, el Himno del Antiguo Reino… En la tarde fresca y marina de Dalcahue la gaita atraviesa los ámbitos con su canto morriñoso. Un halo de viento que sopla desde el noroeste agita las rosas y desparrama, como inesperado saludo, una lluvia de rojos pétalos… Es quizá Irene, que sonríe, aventando el mal presagio de la desesperanza.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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