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La corbata, prenda y testimonio

martes, 30 de diciembre de 2014
La corbata es antiquísima prenda del atuendo masculino. Según investigaciones históricas, se remonta al antiguo Egipto, donde la realeza la utilizaba como distintivo sagrado. Su siglo de gloria fue el XIX, aunque su prestigio se extendió hasta fines de los 80’ del siglo XX, y aún se lleva en la llamada “vida en sociedad”, política y farándula incluidas. También las féminas la han usado, y la usan, sobre todo en tenidas de corte militar, quizá para prever los riesgos del escote y evitar mayores tentaciones a los comandantes o capitanes disolutos

En mis tiempos de niño, adolescente y mozo, la corbata era adminículo exigido en la vestimenta escolar; asimismo, en el traje que los varones debíamos vestir como pieza imprescindible para acudir al trabajo, ya fuese éste académico, bancario o empresarial. No se concebía que un funcionario, de cualquier rango o jerarquía, omitiera ese lazo al cuello, en todas las estaciones del año. La corbata constituía signo de distinción de clase e impronta de caballero, confirmándose su prestigio en ceremonias privadas o públicas.

Mi padre usaba a diario camisa almidonada y su respectiva corbata, aunque al llegar a casa, colgaba esa especie de rienda de sumisión burguesa, como quien se desprende del peso de una herramienta. A nuestro tío-abuelo Clemente sólo le vi sin ella en su lecho de muerte y abandono, como si hubiese perdido la única prenda de cobijo y seguridad que poseía, mirándose en la postrera e igualitaria desnudez.

Cierta remota mañana, en que me dirigía hacia mi puesto de trabajo, en la Sociedad Anónima Comercial Saavedra Bénard, viajando en destartalado microbús, desde nuestra casa en La Cisterna, sufrí intempestivo percance: un niño de corta edad vomitó sobre mi pecho, embadurnando de viscosa y fétida leche mi corbata granate. Descendí y arrojé la malograda prenda en un basurero.

Al ingresar en el ascensor de la empresa, me encontré, a boca de jarro, con don Valerio Quesney, el circunspecto subgerente. Mi breve saludo pareció difuminarse contra su gesto agrio y la consabida pregunta: -¿Qué pasó con su corbata, joven? Sin escuchar mi explicación, mientras se abría la puerta del torpe vehículo vertical, don Valerio me instó, con seco ademán, a que le siguiera por el pasillo que desembocaba en su amplia oficina. Tras la puerta de un armario, extrajo una ancha corbata de listones en tono verde azulado. –Tome, me dijo, -póngasela, y la próxima vez que le vea sin corbata, considérese despedido.

Si en aquella época ibas a los cines del centro de la ciudad, en especial durante el fin de semana, debías hacerlo con traje y corbata. De lo contrario, te exponías a que no te dejasen entrar en la sala, como nos ocurrió en Buenos Aires, durante el viaje de estudios, a Talo Cubillos, Cotoyo Silva y a mí. Cuando insistimos ante el boletero, aduciendo que nuestra indumentaria era “deportiva”, el tipo nos espetó: - Eso no es deportivo ni nada, sino simple desaliño…

En una ocasión, la corbata me salvó de vergüenza mayor. Fue cuando se rompiera la hebilla de mi cinturón, y pude amarrar con ella mis holgados pantalones, en trance de caer al piso. Pero ella, prenda fina y dilecta, había que lucirla con distinción y sesgo estético, tal como lo hacía mi hermano Antonio, combinando colores y matices con el ambo o terno, haciendo juego con el pañuelo de seda que asomaba del bolsillo izquierdo de la chaqueta.

No caí nunca en tales futilezas combinatorias, por lo que, con o sin la corbata, mi facha se mantuvo dentro de los rangos de una proverbial inelegancia. De ahí que adoptara, hace cinco años, la decisión, irrevocable y sin duda trascendental, de no usar, nunca más, la corbata, ni siquiera en bodas, graduaciones o funerales. He manifestado, a mis futuros deudos, que no incurran en el despropósito de amortajarme con ese lazo, echándomelo al cuello como si se tratase de una bestia doméstica encargada para el viaje de Caronte.

A punto estuve de olvidar una historia íntima debida a esta prenda, para mí tan inútil como ostentosa. Un viernes de fines de noviembre sería, habiendo recibido una gratificación extraordinaria, Miguel Casas Cordero, el inolvidable y tarambana Miguelón, organizó, junto a otros camaradas fiesteros de Saavedra Bénard, una velada en la casa de tolerancia de Tía Valeria, sita en Avenida España, casi esquina de Blanco Encalada… Bailoteo, ponchera, pollo asado con papas fritas, vino, pisco, y el coqueto pianista, con loro incluido, que incitaba al baile apretado a las amorosas pupilas y a los excitados clientes.

Todo resultó grato. Llegué a casa antes de las tres de la madrugada, dentro de mi horario normal por aquellos días de juventud desenfrenada. A la mañana siguiente, con algo de angustia y desazón, me percaté que había perdido mi corbata azul marino con flores blancas, regalo onomástico inventariado de mi contraparte. No estaba yo seguro de haberla olvidado en mi escritorio, pero el lunes pude colegir que su extravío ocurriera en lo de Tía Valeria.

Transcurrieron dos largas y culposas semanas. La grave pérdida fue registrada en mi copioso, y aún no clausurado, “libro negro de la ignominia”. Una tarde aciaga, bajo la canícula de diciembre, el cartero trajo un sobre tamaño oficio, sin remitente, dirigido a este descorbatado e incorregible escriba. Yo no estaba en casa, mas la correspondencia se abría entonces de manera inequívoca, estuviese o no el destinatario. Pues bien, dentro de aquella ancha paloma de papel de correos, venía la corbata, exhalante de pachulí, con una tarjeta color rosa escrita en femeninos trazos, que decía: “Para mi Gordi travieso, con todo el cariño de su negra Rosaura”.

Al cabo de los años, no me cabe duda que la tal “negra Rosaura” no fue si no otra de las picarescas fechorías del bueno de Miguelón.

Ni una sola corbata cuelga hoy en mi modesto ropero. Es de esperar que a nadie se le ocurra obsequiarme una para Navidad.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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