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¿Cómo no hablar de caspa, casta y otras antiguallas?

martes, 25 de noviembre de 2014
El tema de la aristocracia, por educación y conceptos transmitidos, me suena afortunadamente a extraterrestre. No, en realidad me transporta a la Edad Media, de la que tenemos conocimiento por la historia (nos la cuenten cómo nos las cuenten) y de la que a muchas personas (al parecer no a tantas) nos produce una mezcla de terror y sentido del ridículo.

Caspa, casta y antiguallas a más no poder, que, seguramente por haber nacido del otro lado del mar, en un pequeño país de libertades (con sus más y sus menos, pero unas formas democráticas muy diferentes) me cuesta tanto comprender.

Estoy hablando -¡cómo no!- de dos folclóricas, ya puesta a simplificar en definiciones. Una que cumplió su ciclo vital (con creces) y se fue al otro barrio (¿cómo serán allí los reductos aristocráticos?), y la otra que metió sus manitas en un sitio que no eran las castañuelas, olvidándose de que lo que se llevaba era de todas y todos.

También por educación, por humanismo legado y aprendido, no me alegra ni la muerte ni la desgracia de nadie. No bailaría sobre ninguna tumba, ni siquiera la de Videla o la de Franco, ni formaría parte de algo que detesto como son los linchamientos. Y mucho, menos, como feminista convencida y militante, formaría parte de una comparsa que zarandease a mujeres, sean estas “aristócratas de cuna o cantaoras”.

Pero esa capacidad de asombro, aparentemente infinita que tenemos los seres humanos, se me dispara cuando una ciudad se lanza a homenajear a una anciana de la que yo al menos no tengo noticias de que haya devuelto ni una ínfima parte de su mal habida fortuna (no hará falta hablar aquí de la historia negra de los Alba, digo yo) al pueblo que la venera tan generosamente. Una saga de parásitos dueños de buena parte de este país que no tributan a Hacienda ni un diez por ciento de sus innumeras ganancias, que han zafado durante siglos bailando sevillanas mientras miles de hombres y mujeres “sin tierra”, los jornaleros, hacían crecer con su trabajo (en condiciones muchas veces infrahumanas), ese absurdo y oscuro patrimonio, esos vergonzantes privilegios de nacimiento.

¿Qué diré de la otra? De la folclórica. Pues nada, no puedo con tanta caspa. Me retrae tanto sentido de la nada.

Tampoco me gusta el culto a la personalidad en ningún caso, pero encuentro un agravio comparativo cuando alguno-alguna de estos casposos-castosos se lleva las manos a la cabeza frente al amor legítimo que algún pueblo sudamericano siente por sus dirigentes. Insisto, no me gusta el culto a la personalidad, pero no me van a comparar a Evita (con la que no comparto ideología en absoluto), por hablar de iconos en el tiempo, ni de la devoción de buena parte del pueblo argentino por una mujer que, a su modo, hizo justicia para los más humildes y amó desesperadamente a su pueblo (y contra quien, incluso muerta, la oligarquía se ensañó hasta la crueldad superlativa), con estas dos señoras que está por averiguarse que aportaron a la vida.

Creo que nos faltan siglos aún para equilibrar tanta mansedumbre, o, en todo caso, un tsunami que borre hasta el último vestigio de caspa, casta y otras antiguallas, recuerdos de una película en blanco y negro y un pegajoso pasodoble de posguerra.
Darriba, Luz
Darriba, Luz


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