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Traductor ¿traidor o creador?

martes, 04 de noviembre de 2014
Al poeta Víctor Hugo Díaz

Jorge Luis Borges traduce a Virginia Woolf. En este caso, la novela “Orlando”, publicada en 1928 por The Hogart Press. Antes había traducido “A room of one’s own” (“Un cuarto propio”), que en Chile sirve de nombre a una prestigiosa editorial femenina, fundada en los 80’ por Marisol Vera, Carmen Berenguer y Marisol Moreno. Con esta última, que es mi compañera, tradujimos aquel libro-conferencia de la gran escritora inglesa, en una suerte de atrevimiento estético, teniendo ya dos ediciones a su haber. Fue una tarea ardua, para conciliar nuestros conocimientos de ambas lenguas; ella, del inglés; yo, del castellano. El resultado fue satisfactorio, aun cuando no alcanzara la excelsitud de Borges en su maridaje intelectual con Virginia.

Al leer la novela “Orlando”, podemos percibir el acento de Borges, su estilo particular, el rumor de sus frases breves, el uso de adjetivos y sustantivos, las metáforas y comparaciones, porque si bien se trata de una narración en prosa, el texto posee una fuerte carga poética que trasciende la cadena de los sucesos y su tensión dramática. Borges hace suyo aquel espacio, le confiere nuevas dimensiones. En pocas palabras, pasa de simple traductor a creador, aunque no solo es cuestión de eficacia y sapiencia verbal, sino de imbuirse, compenetrarse a fondo, hasta el alma misma de la historia contada por Virginia Woolf, para lograr una plena armonía –así lo sentimos, aun a riesgo de exagerar- entre el inglés y el castellano. Quizá se trate de una traducción perfecta, y no puedo resistirme a incluir un párrafo en el que creo percibir esta rara simbiosis, que bien pudiera llevarnos a pensar que esta versión de “Orlando”, la de Borges, es ya un nuevo libro…

“...Pronto cubrió de versos diez y más páginas. Era sin duda un escritor copioso, pero era abstracto. El Vicio, el Crimen, la Miseria eran los personajes de su drama; había Reyes y Reinas de territorios imposibles; horrendas conspiraciones los consternaban; sentimientos nobles los inundaban; no se decía una palabra como él mismo la hubiera dicho; pero todo estaba enunciado con una fluidez y una dulzura que, considerando su edad –estaba por cumplir los diecisiete- y el hecho de que el siglo dieciséis tenía aún muchos años que andar, era asaz notable. Sin embargo, al fin, hizo alto. Describía, como todos los poetas jóvenes siempre describen, la naturaleza, y para determinar un matiz preciso de verde, miró (y con eso demostró más audacia que muchos) la cosa misma, que era arbusto de laurel bajo la ventana. Después, naturalmente, dejó de escribir. Una cosa es el verde en la naturaleza y otra en la literatura. La naturaleza y las letras parecen tenerse una natural antipatía; basta juntarlas para que se hagan pedazos…”

Breve muestra la que te ofrezco, amable lector, y quizá con ello esté siendo reo de traición al pretender dar cuenta, en un breve párrafo, de la excelencia de un libro de trescientas páginas, pero asumo por anticipado mi fracaso, aunque espero despertar tu interés por una hermosa obra que no te dejará indiferente, pues la propia autora nos habla de esta fatal impotencia: “Por más que rebuscara el idioma, le faltaban palabras. Necesitaba otro paisaje, otra lengua…”.

Es lo que ocurre, quizá, y sobre todo, cuando intentamos traducir la poesía, tarea imposible según connotados especialistas, porque el poema es en sí un objeto cerrado, una especie de cristal, cuya manipulación conlleva el riesgo de quebrarlo en mil pedazos. ¿Cómo traducir, por ejemplo, los poemas de Heine o de Rilke, del alemán al castellano, sin que sufran distorsión y menoscabo? ¿Pero cómo les conoceríamos quienes no manejamos en cierta profundidad aquella lengua? Hay traductores osados que lo han hecho.

Ahora mismo trabajo en una antología de poetas, mujeres y varones, titulada “Nuevas Voces de la Poesía Chilena”, que irá en versión bilingüe, castellano-gallego, con miras a una edición conjunta, en Galicia y en Chile. Es un trabajo apasionante, que inicié traduciendo la “Antología de baja pureza”, del poeta Víctor Hugo Díaz, uno de los más notables y genuinos de su generación. Menudo problema, porque el poeta emplea un lenguaje controversial, de quiebres y rupturas imprevistas, en permanente juego de contrastes entre el lado oculto o subyacente de la realidad y la visión mundana de lo cotidiano… Hemos sostenido acaloradas discusiones frente a ciertos términos, giros y palabras, pues el propósito de la traducción es que el lector gallego no pierda las virtudes de esta poesía al verterlas a su lengua: vino nuevo, vino sudamericano, en viejos odres galaicos; mosto que tenga sabor de vendimias del otro lado del mar, disfrutado en el lírico paladar del antiguo noroeste que habitaron los celtas… -Casi nada, Moure-, me dice Víctor Hugo, y ríe con su voz sonora como catarata desbocada.

Para convencerle de mi posición como traductor de oficio, utilizo un ejemplo que he usado en mis talleres de Lengua y Cultura Gallega. Se trata de un breve verso de Rosalía de Castro: “Paseniño, paseniño/ vou pola tarde calada/ de Bastabales camiño…” La traducción sería: “Despacito, despacito/ voy por la tarde callada/ de Bastabales camino…”

El sonido original del poema se desdibuja en castellano, pierde la connotación melancólica de la tarde, se reduce con el diminutivo “despacito”… Pudiéramos sustituirlo por “lentamente” o “levemente”, pero aquí el adverbio de modo destruye lo poético, tornándolo ramplón. Y es que la palabra “paseniño” significa para mí, a la luz de la metaforización del hablante gallego campesino, cuya lengua es menos conceptualizada que el castellano y está más ligada a la naturaleza, algo tan leve como el paso que da el pájaro en su nido (o paso que da o paxaro no seu niño: paseniño).

De Jorge Luis Borges, a propósito de su traducción de “Orlando”, de Virginia Woolf, he pasado a mi labor de traducir la poesía de mi amigo Víctor Hugo y de otros poetas chilenos… Y es que el oficio literario nos permite estas analogías, aun cuando puedan parecer pretenciosas, pero la hermandad de las letras excusa tal licencia.

Vuelvo a Orlando, cojo al vuelo una frase, en forma de interrogación, y la pregunto a Víctor Hugo Díaz, y acaso a ti mismo, caro lector:

“¿Escribir versos, no es acaso un acto secreto, una voz tratando de contestar a otra voz?” Es verdad, y también es propio formularla de una lengua a otra... ¡Ánimo, traductor!
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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