En los inolvidables días de la infancia, "azul era la altura y era esmeralda el suelo", como escribió Neruda, y todo parecía grandioso y fascinante.
La infancia fue el bullicio de las vegas, las tardes de lluvia, las conversaciones de los campesinos, los primeros amigos, los juegos, la armonía familiar y la hermosura de los atardeceres de las tierras celtas. Luego, lejos de la tierra, habría días de infinita nostalgia de aquellos años, siempre deseando volver a la tierra que me había visto nacer.
De vuelta a la tierra, después de muchos otoños ausente, los paisajes otoñales tenían la misma belleza de siempre, con el tono amarillento de los castaños y el verde esmeralda de las infinitas praderas del valle. Sin embargo, aunque el paisaje era el mismo y los atardeceres seguían siendo hermosos, ya nada era igual. Ya no había campesinos en las vegas, ni estaban los entrañables personajes de la infancia, ni los primeros amigos...
Por primera vez me sentía extraño en mi propia tierra, tal vez porque lo que había estado añorando durante tanto tiempo no había sido la tierra sino una infancia de la cual ya no quedaba nada. Ya lo dijo Rainer María Rilke: "La verdadera patria del hombre es la infancia".
Al final, uno ya no es de ningún sitio, sólo del país de la infancia y sus recuerdos, porque como alguien dijo: "El recuerdo es el único paraíso del cual no podemos ser expulsados".
