Profesor

Profesor es quien enseña, quien comparte con otros sus conocimientos. El maestro es otra cosa, es el que vuelca su espíritu en lo que transmite, el que marca una senda que sus discípulos intentarán o lograrán seguir, según sea el amor y la perseverancia que pongan en el empeño. Profesor y maestro deben ser capaces de traspasar la mayor motivación de las almas alertas: el júbilo de comprender. El maestro, primero, el profesor después, accederán –como único galardón- al “Sólo sé que nada sé” socrático; aquél, con serena imperturbabilidad del ánimo; éste, quizá con escéptica decepción.

Conozco la alegría de enseñar y la empática fruición de quien percibe ese contacto, ese fluido mágico entre pregunta inquieta y respuesta asertiva, capaz de remover la curiosidad y, a veces, la desazón, ese estado interrogativo que sólo el ser humano puede experimentar en su búsqueda de soluciones a los enigmas de la existencia, siempre extendidos a través del arco Vida – Muerte, en la paradoja del misterio cuya revelación buscamos, aun sabiendo que dilucidarlo será imposible.

Franqueas una puerta y se abren siete más; así dice el Baghavad Ghita. Es una progresión infinita, como el cosmos. Sin embargo, continuaremos cruzando umbrales, como inagotables peregrinos en pos de lo absoluto.

Me gusta que me digan “profesor” o, simplemente, “profe”, al uso de la jerga juvenil por ahorrar protocolos. Alguien me recuerda que carezco de título académico para enseñar. Sí, pero mi vocación es más fuerte y pertinaz que todos los diplomas colgados en una pared. Amo enseñar y lo seguiré haciendo, mientras pueda.

¿Maestro? Eso es algo que sólo alcanzaron Buda, Sócrates, Cristo, Mahoma, Gandhi... Sustantivo que nos excede, en esencia y adjetivación, simples mortales que somos, hechos de humus, aunque también de estrellas. Digamos con Quevedo: “Polvo soy, mas polvo enamorado”.