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Los sueños caídos

miércoles, 17 de septiembre de 2014
Para mi inquieto hijo, Xosé María

Teníamos dieciocho años en los albores de 1959. Por la radio nos enteramos, a eso del mediodía, de la victoria de Fidel, Camilo y el Che, del desplome del tirano Batista y de su vergonzosa y consiguiente huída a Miami, donde el Gobierno del Imperio de las Estrellas le recibía como huésped dilecto, al igual que lo hiciera con otros sátrapas de nuestras repúblicas bananeras del Caribe; también de más al sur, de los que nos jurábamos demócratas, herederos de Miranda, Lastarria, Bilbao, Martí, Rodó e Ingenieros… Mi padre escuchó las noticias, expresando su complacencia por aquel triunfo que sentíamos como epopeya latinoamericana, acto de justicia social y de reparación histórica. Todavía estábamos bajo los efectos de la noche de Año Nuevo. La quinta reverberaba en el calor vicioso del verano. Olía a plenitud, a resabios de fiesta, a exceso de vida… Lo celebramos, eufóricos, con familiares y amigos del barrio, dentro de nuestras iracundas y esperanzadas cofradías. Íbamos a cambiar la Historia, codo a codo con aquellos sucios barbudos de la sierra y de la selva. Nada ni nadie podría detener el proceso de transformación.

Éramos jóvenes llenos de ideales. Nos apasionaba la política, porque veíamos en ella, más que una simple estrategia de lucha por el poder, un medio posible de crear un mundo mejor. El socialismo marxista, la social democracia europea y el social-cristianismo de Maritain eran vías abiertas, caminos para encauzar las diversas corrientes de pensamiento filosófico, en detrimento del credo del libre mercado, regulador “natural” de la vida humana, que representaba el capitalismo, que percibíamos opresor, injusto, discriminatorio, sustentador –sobre todo en nuestro continente- de los peores regímenes, culpable de crímenes de lesa humanidad y del hambre de millones de seres... Era un enemigo visible, identificable, al que podíamos señalar con el dedo. Sus mandatarios y secuaces se parapetaban en una Derecha semifeudal, retrógrada, aliada de las viejas instituciones: la Iglesia, las Fuerzas Armadas, el Poder Judicial, los gremios empresariales, el latifundio… Identificábamos e estos enemigos internos con el fascismo italiano, con el nazismo alemán, con el corporativismo franquista. (Stalin aún yacía en el limbo de la gran patria socialista, lejos de las denuncias y los testimonios, acallados por una propaganda avasalladora, publicidad de siniestros burócratas y represores del Gulag)… ¿Y los yanquis? Tenían su democracia representativa y sus bellos códigos de la Independencia, que eran como esas viejas fotografías de tiempos remotos que ya nadie mira, pero financiaban a los tiranuelos del “patio trasero” para que esquilmaran a sus pueblos, mientras les aseguraran a ellos el suministro de materias primas y productos agrícolas a precios irrisorios. A cambio de esto, prodigaban privilegios para ciertos grupos en el paraíso del norte, con su Disneylandia y su Hollywood; pertrechaban escuelas antiterroristas en Panamá, repartían becas militares y universitarias para los que no estuviesen contaminados de marxismo-leninismo.

Cuba fue el paradigma de la liberación, la vía armada como herramienta revolucionaria, americana y universal, junto a la opción democrática que fluía a través del ascenso de las masas populares. Cuba y Chile, aparecían como sendas socialistas para un continente en llamas. La Unión Soviética y China, potencias amigas, se erigían en apoyos leales a la Revolución, garantía de triunfo para todos los revolucionarios del planeta. El Che se desplazaba de Sierra Maestra al Congo, de África a Bolivia. Era cuestión de tiempo; no habría vuelta atrás. ¡El pueblo, unido, jamás será vencido! Lo creíamos, como otros creyeron y cantaron a voz en cuello el ¡No pasarán! en las trincheras asediadas de Madrid.

Eran nuestros sueños; lo fueron durante un cuarto de siglo, hasta que se desplomaron con la caída del socialismo de estado. Antes, habíamos presenciado la muerte del Che y de otros combatientes heroicos, en medio de la utopía del fusil justiciero y la redención campesina. Allende se despidió para siempre de las grandes alamedas y pereció en medio del humo de la grotesca y feroz asonada militar del 73’ contra la Casa de La Moneda.

Sólo China sobrevivió, exhibiendo una capacidad de adaptación asombrosa, de doble discurso y acción, incólume en su inmenso reino de mil doscientos millones de habitantes, hábil para copiar la mejor tecnología de Occidente, mejorarla y producirla a bajísimo costo (una vuelta de mano, quizá, a todo lo que los occidentales copiaron de ella en tiempos de su refinada civilización, desde la pólvora hasta los lentes ópticos)… Fidel envejeció como un carcamal extemporáneo, dictador patético, al fin y al cabo, como todos los patriarcas otoñales de palacio, sofocado en los estertores de su propio anhelo de redención unipersonal y autoritaria... Cuba le sobrevive bajo un bloqueo de medio siglo, que ningún otro país nuestro hubiera podido resistir, pero es un pobre consuelo para su pueblo sufrido y, no obstante, digno, solidario y leal. Hoy se espera también su definitivo derrumbe, para que el Imperio, con su Premio Nobel de la Paz a la cabeza, entre a saco en la isla y reponga los alegres y lujosos casinos de los 50’.

Concebir un sistema social más justo y equitativo, que no se mueva según las leyes de la oferta y la demanda, que desestime la codicia como regla de oro para los móviles humanos, que condene la avaricia, anatematizada por todas las grande religiones –incluso la judía, aunque a algunos les suene extraño-, parece en nuestros días una intención utópica, fuera de la realidad, anhelo descabellado y tan incierto como preconizar revoluciones precedidas por la hoz y el martillo. Se colige, entonces, que el ser humano no puede ser mejor de lo que es y que los ilusos que porfíen lo contrario deben ser apartados del fluir imparable del progreso tecnológico, nueva panacea, especie de tren en marcha vertiginosa que sólo permite trepar a sus vagones a los más aptos… Puede que estemos fuera de época, porque cada cultura tiene sus propios dioses y cada generación sus códigos para entender el mundo, y los nuestros fueron borrados de los altares y de los libros de texto.

¿Qué nos queda hoy? La respuesta rotunda y totalitaria de la globalización real y virtual: La productividad a todo trance del capitalismo salvaje, hecha filosofía planetaria de vida circense y de muerte ecológica. Un solo guía, un solo sistema. Ni Adolf Hitler lo hubiera soñado. El principal móvil humano parece ser la ambición devenida en codicia, el deseo sin pausa de poseer, que la subcultura de hoy exacerba a través de los medios de información, dominados de manera casi incontrarrestable por las grandes corporaciones, adversarios sin rostro ni nacionalidad ni filiación... La pantalla azul, multiplicada hasta el infinito, como los espejos cóncavos, es ventana hacia las maravillas que puedes o podrías obtener, y también es un espejo donde te reflejas como ideal de ti mismo, porque no tienes que construir tu vida ni menos ejercer la utópica libertad. Todo está allí, enfrente tuyo, al alcance de tu mano, si obedeces las reglas –claro- y si te acompaña la fortuna de entrar en el círculo, cada vez más estrecho, de los privilegiados del poder… Ya ni siquiera te preocupa la vida futura. Asimismo, los administradores de Dios parecen desfasados y preteridos por una sociedad que relegó el espíritu religioso a ejercicio convencional, a opción excéntrica, porque la felicidad, o se obtiene aquí o no se logra jamás. Los que aún pretenden llevar una vida religiosa más o menos fundamentalista o sostener a viva fuerza sus teocracias –algunos pueblos musulmanes- son atacados en dos frentes: como terroristas, agentes perversos del caos, o como potenciales clientes para integrarse al sistema del “american way of life”, que los corroerá por dentro, tarde o temprano, como inevitable marea.

Quizá por eso, toda esta farándula electorera de hoy nos resulte vacua, sin sentido, salvo para los prevaricadores del poder, cuyo discurso se hace cada día más único y homogéneo, sin matices ni variaciones, porque la carreta hay que empujarla en un solo sentido y, por supuesto, con los bueyes delante, los de la izquierda y los de la derecha, uncidos y obedientes al mismo yugo.

La literatura y el arte seguirán siendo un refugio –lo han sido en tantas derrotas y fracasos-, uno de los escasos reinos que pueden cobijar aún a la inmensa minoría de desterrados que somos, tú y yo, nunca rendidos, fieles al fuego, a la sangre y a la memoria.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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