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Don Alfredo

miércoles, 10 de septiembre de 2014
Espigado, de buena facha, aunque le encorvara la presión del enfisema pulmonar, obra de su arraigado tabaquismo, formándole una especie de joroba en el lado izquierdo de la espalda… Caminaba con lentitud, y a ratos se detenía, extrayendo del amplio bolsillo de la chaqueta una bombona de vidrio, provista de un tubo y la correspondiente pera o fuelle de goma, para efectuar dos o tres inhalaciones seguidas. Se parecía a un autorretrato de Castelao que tenía mi padre… Al promediar la década de los 50’, aún no habían aparecido en Chile estos pequeños inhaladores con salbutamol y otros componentes bronquio-dilatadores, que suelo llevar conmigo, así es que don Alfredo debía cargar con aquellos voluminosos adminículos, para poder sacar el resuello del único pulmón que aún pugnaba por funcionar. Diez años más tarde, el Che Guevara iba a quejarse en su Diario de los pésimos inhaladores soviéticos –tan deficientes como su maquinaria mal adaptada a la zafra-, que se obstruían con la humedad de la selva congoleña, perdiendo muy rápido su escasa efectividad. El Che, antes de ser ultimado por la milicia, estuvo en varias oportunidades al borde de la muerte, bajo terribles accesos de asma, en Sierra Maestra, en Checoslovaquia, en el Congo y en la sierra boliviana.

-Esto es adictivo y trastornador –señalaba don Alfredo, indicando el leve líquido que nebulizaba su aparato-, y además perjudica el corazón, pero no hay más remedio que utilizarlo... Se acomodaba en una silla de mimbre que teníamos disponible para él en la ferretería, e iniciaba su discurso, con largas pausas anhelantes que otorgaban mayor interés a sus palabras. Yo no perdía sílaba, y a menudo le interrumpía para aclarar sus culteranas expresiones, o pedirle que precisara la fecha de algún suceso clave. Permanecía sentado cerca de una hora, luego alzaba su sombrero, en caballeroso ademán de despedida, y proseguía su paseo matinal de jubilado del Servicio de Impuestos Internos de la República.

Carecía de pares con quienes conversar sobre literatura, historia o música docta, y sus coetáneos del barrio hablaban de fútbol, de fútiles comidillos politiqueros y de las últimas películas gringas que exhibían en el cine de la Fuerza Aérea de Chile, a donde llevábamos a nuestras novias o amigas los sábados por la tarde. Don Alfredo era un fino diletante y su presencia cohibía a cualquiera. Tal vez por eso encontró en nosotros a un par de interlocutores ávidos y dispuestos a escucharle. Hablo del Loco Oyarzún y de este cronista. El Loco era melómano, aunque sus preferencias se inclinaran más por el jazz, del que era notable conocedor. Yo escuchaba algo de música clásica, pero prefería el folklore argentino y los boleros, en especial de mi ídolo de entonces, Lucho Gatica, al ritmo de cuyos compases bailaría en malones memorables con María Elena y otras bellas muchachas en flor… Me defendía con más propiedad en el terreno literario, con incipientes lecturas de autores españoles y chilenos. A Oyarzún le gustaban las novelas policiales y me inició en Ágata Christie y en Georges Simenon, aunque el género detectivesco nunca iba a prender en mí.

Don Alfredo se propuso iniciarnos en el conocimiento de la ópera, arte lírico en el que era apasionado y erudito. Poseía una respetable colección de discos de vinilo, con todas las óperas tradicionales, que disfrutaba en su victrola RCA Víctor, -la del perrito que oye con veneración la voz del amo-. Nos incorporamos a esas sesiones de los miércoles por la tarde, a invitación suya.

A las cinco en punto, como en el poema de García Lorca, llegábamos a la casa de don Alfredo. Nos esperaba con el té dispuesto, como un británico que se preciara, acompañado de galletas dulces y pastelillos. Hacíamos los honores del frugal refrigerio, y luego el dueño de casa procedía a instalar el primer disco. Antes de que girase sobre su eje metálico, profería una introducción sobre el autor, el tema o argumento de la pieza y detalles sobre sus intérpretes. Este preámbulo solía ser tan extenso como la música misma, pero no carecía de interés y el discurso de don Alfredo, acezante, pero seguro, calaba hondo en nosotros.

Hubo ocasiones en que don Alfredo no estaba de humor musical, entonces cogía del andel repleto de libros un tomo de obras completas, y nos leía un texto de Dostoievsky o de Tolstoi o de Gogol o de Andreiev, ilustrándonos acerca de la vida de los autores y de su circunstancia histórica. Cabe aclarar que don Alfredo era católico y conservador a ultranza, así es que todo lo que tuviese que ver con la Revolución de Octubre, caía bajo su inmediato y rotundo anatema. Lo mismo ocurría respecto a la Revolución Francesa, a la masonería, al nudismo y al libre pensamiento. Pero la variedad y hondura de su saber nos fascinaban… Nunca le mencionamos que nos sentíamos atraídos por el “humanismo integral” de Maritain, o incluso por el marxismo soviético, en el que nos adoctrinaba nuestro buen amigo, Percival Phillips, hijo de conspicua familia de “comunistas históricos”.

En una oportunidad, don Alfredo preguntó al Loco Oyarzún por un desperfecto en la instalación eléctrica. A partir del certero diagnóstico, le encomendó la reparación, en la que yo colaboré como simple acarreador de materiales, durante las dos tardes que duró la encomienda. Luego de pagar nuestros modestos honorarios, don Alfredo propuso que le hiciésemos un trabajo de estucado en una pandereta aledaña al jardín y que reparásemos el techo de la marquesina del zaguán, que presentaba graves filtraciones cada vez que llovía. Le hice ver que no conocíamos los detalles técnicos de esa labor, pero el anciano insistió, concluyendo que jóvenes inteligentes e industriosos como nosotros seríamos capaces de cualquier cometido.

Al cabo de cinco días, el trabajo estuvo terminado. Después de la paga, Oyarzún me propuso que integrásemos una sociedad de contratistas en obras menores, pues adquiriendo los materiales en la ferretería de mi padre, disminuiríamos considerablemente los costos. – Somos menores de edad – le dije al Loco (en aquel entonces la barrera se prolongaba hasta los veintiuno). – No importa – retrucó, porque mi padre nos prestará sus boletas de técnico proyectista. Íbamos a volvernos millonarios en breve tiempo.

Al cabo de una semana, don Alfredo nos llamó por intermedio de la empleada de la casa. Necesitaba vernos con urgencia. Concurrimos. Nos recibió en la puerta, con el ceño fruncido y el pecho sibilante como una cafetera a punto de estallar, llevándonos presuroso hasta la pandereta. El revoque de arena y cemento se había desprendido, casi por completo. Enseguida, nos condujo al zaguán, donde el agua escurría desde la marquesina, por toda la superficie. La leve lluvia de la noche anterior dio al traste con nuestras precarias arquitecturas.

-Don Alfredo, no se preocupe –le dije, conseguiré un maestro albañil para que lo deje todo impecable, por nuestra cuenta, por supuesto… - No se apure, joven – me respondió, con su habitual aplomo… - Olvídense y volvamos a lo nuestro, que es la música y la literatura… - Pastelero a tus pasteles – agregó, con la fina sonrisa que permitían sus labios resecos por la droga corrosiva… Pero esa tarde su mirada exhibía un ardor inusitado.

Entramos en el salón. No había servicio de té; eran pasadas las seis y la oscuridad invernal lo invadía todo con su intensa penumbra. Don Alfredo puso el índice sobre los labios, conminándonos al silencio. En seguida, hizo un ademán para que le siguiéramos a lo largo del pasillo que atravesaba las habitaciones. Salimos al patio, para entrar en una especie de galería levantada sobre una vieja glorieta. En medio de ella había un sótano. Don Alfredo levantó la gruesa tapa de madera y comenzó a bajar los escalones. Le seguimos con temerosa cautela. Al promediar la escalera, encendió la luz. Era un subterráneo pequeño, lleno de trastos, pero había tres viejas sillas como preparadas para la tertulia. Nos invitó a sentarnos. Hablaba quedo, en susurros intermitentes, y sus ojos recorrían el contorno, inquietos y avizores.

-Los he traído hasta aquí, jóvenes amigos, para contarles un secreto: mi casa está llena de micrófonos… me están espiando… son los aviadores de la base de El Bosque… saben que yo tengo los planos de los aviones a reacción alemanes que Hitler no alcanzó a producir en serie, con lo que hubiese ganado la guerra… Quieren robármelos y después van a matarme… Si me ocurre un accidente, ustedes irán a La Moneda y le contarán esto al Ministro del Interior, un radical ateo, pero amigo y buena persona… ¿Me entendieron? Y nos remeció con fuerza por los hombros. – Y ni una palabra a mi mujer o a mis hijos… No quiero alarmarles.

En aquella época estábamos lejos de imaginar los horrores de la dictadura militar que sobrevendría, tres lustros más tarde, y cualquier posible espionaje o control ciudadano eran sólo tópicos de la literatura o del cine, por eso concluimos que quizá fuese el comienzo de la demencia senil de don Alfredo, o tal vez la ingesta de drogas medicinales estaba haciendo efecto en el cerebro de aquel anciano, admirable intelectual autodidacta, al extremo de extraviarle en los pavorosos laberintos de la locura. En todo caso, esa tarde terminarían, de manera abrupta, nuestros diplomados de música operática y de literatura eslava, encuentros que hoy añoro, al punto de tratarlos de revivir en las tertulias de los jueves -a las que te invito, amable lector-, aunque sólo traten de libros y escribas…

Si bien mis conocimientos no son tan sólidos como los de ese maestro que fuera don Alfredo, al menos comparto con él este asedio crónico del asma, enfermedad cuyas intermitencias -créanme-, favorecen el uso de la ironía y su calidad docente y peripatética. Si dudan de lo que afirmo, remítanse a Voltaire, otro ilustre e inolvidable asmático, animador sin par de controvertidas tertulias.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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