Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

Robin Williams y los Poetas Muertos

miércoles, 13 de agosto de 2014
Robin Williams y los Poetas Muertos Muchos viven en una muda desesperación.
R.Williams


A comienzos de los 90’ se estrenó en Chile el film “La Sociedad de los Poetas Muertos”, cuyo protagonista era el entonces joven actor, Robin Williams, en el papel de un profesor de literatura que enseña en la prestigiosa y tradicionalista Academia Welton, a un curso de alumnos adolescentes, siguiendo más su propia intuición libertaria que ciñéndose a normas pedagógicas estrictas. El propósito, de quien llega a ser un auténtico maestro para los discípulos, es conducirles al encantamiento de la palabra poética, no como simple ejercicio didáctico, sino como llave maestra para mirar el mundo y verse a sí mismo, a partir de esa frase latina de exhortación, Carpe Diem, “aprovecha el día”, porque la única eternidad que se nos ha dado es este tiempo, paradójicamente efímero, que pugnamos por hacer trascendente, sobre todo a través de las manifestaciones artísticas, cuyo meollo estético, en todas las disciplinas, es el élan poético, esa condición inefable y necesaria para que la creatividad humana adquiera el fulgor perdurable. Así, hablará a estos jóvenes -ávidos de conocer algunos, escépticos o indiferentes otros-:

Carpe Diem: Vivid el momento. Coged las rosas mientras aún tengan color, pues pronto se marchitarán. La medicina, la ingeniería, la arquitectura son trabajos que sirven para dignificar la vida, pero es la poesía, los sentimientos, lo que nos mantiene vivos.

Sus clases se inician con el poema que Walt Whitman dedicara a Abraham Lincoln:

¡Oh Capitán! ¡Mi capitán! Levántate y escucha las campanas;/ Levántate —por ti se ha arriado la bandera— por ti trinan los clarines;/ Por ti ramos y coronas con cintas— por ti una multitud en las riberas;/ Por ti ellos claman, el oscilante gentío, sus ansiosos rostros a ti se vuelven…

Elegía y réquiem, a la vez, estas palabras resonarán en el oído de algunos de los discípulos, y luego miembros de esta secreta sociedad que va a reunirse, por las noches, en un refugio cercano al colegio, donde leerán a los grandes poetas, muertos sólo para la vida civil, vivos en su voz imperecedera… Y las seguimos escuchando, al concluir la película, en la emotiva escena de la defenestración del maestro, cuando los muchachos trepan a sus pupitres y entonan los versos de Whitman, como simbólica protesta en contra del poder que coarta la libertad esencial y peligrosa de vivir poéticamente. Peligrosa, porque uno de los alumnos se ha suicidado, ante la rotunda negativa de su padre para que continúe participando como actor estudiantil en la representación de Sueño de una Noche de Verano, de Shakespeare, a instancias del maestro. Ambos desenlaces eran previsibles: el del profesor expulsado y el del joven muerto por una ilusión tronchada, que su padre, pragmático calvinista, no pudo aceptar, según los cánones sociales que marginan al arte y a sus cultores, si no acatan las rígidas normas de una convivencia que privilegia lo utilitario por sobre la imaginación y los sueños.

Aquel film tuvo positivas repercusiones en Chile, al punto de organizarse discusiones públicas en torno a su problemática, y aun foros académicos. Vieja disyuntiva, presente desde los remotos inicios de la expresión artística, que reflota cuando se producen hechos de conmoción mediática, y que vuelven a sepultarse en la amnesia pública. Dicotomía y pugna constante entre el poder, representado por el pragmatismo en sus variadas formas, y el arte como camino de insubordinación. Porque la poesía, como toda manifestación estética, nace del desasosiego frente a la existencia, desde la inconformidad esencial que constituye la búsqueda de la belleza y de la verdad. Por eso el arte no es oficio para satisfechos ni detentadores a todo trance del reino de este mundo.

Tuve la peregrina idea, amigo lector, de fundar en nuestro país la “Sociedad Chilena de los Poetas Muertos”. Envié una nota a los periódicos de mayor tiraje en Chile. Para mi sorpresa, en la Revista de Libros del diario El Mercurio, de manera gratuita, apareció un sábado la convocatoria a esta peculiar entidad, con mi nombre y mis señas… Quince días más tarde, comenzamos a funcionar, los jueves, a la hora vespertina, en el Instituto Cultural de Las Condes, donde se nos facilitó una sala apropiada. La idea era reunirnos en torno a un autor o a un tema específico, dentro del ámbito de la literatura, con prevalencia de la poesía. La primera cita contó con una veintena de entusiastas, en su mayoría jóvenes. Hice de moderador, procurando no asumir excesivo protagonismo, y estableciendo un diálogo entre los participantes, lo más libre y distendido que fuese posible.

Nuestro grupo duró seis meses. Muchos de los concurrentes comenzaron a llevar textos de su autoría, para leerlos y comentarlos, asunto positivo en sus inicios, pero que luego se fue complicando, al punto que no dedicábamos tiempo a los “poetas muertos”, sino a estos escribas vivos, ninguno de los cuales alcanzaba el rango de auténtico poeta. Me vi forzado a hacerles entender que la escritura versificada no constituye, per se, poesía; que ésta es una condición difícil de alcanzar, máxime si no se cuenta con su don específico, o “duende”, como dijera Federico; o “ángel”, como dicen los poetas populares del flamenco… Nada, ellos pugnaban por ser vates de oficio y querían que nuestra incipiente sociedad patrocinase una suerte de antología, con las mejores producciones leídas en sesiones y un prólogo del cronista.

La cofradía fue deshaciéndose, hasta que fuimos tres escritores supervivientes. Optamos por recogernos en la tertulia íntima del bar, donde las pretensiones de figuración pública y el prurito del éxito se han ido diluyendo, sana y filosóficamente, en el escanciar del vino y la cerveza. No fui defenestrado y nadie me llamó “mi capitán”, lo que resulta un alivio para mí, por cualquier analogía con lo castrense, aunque el capitán de Whitman es un guía espiritual y civil, como lo fuera el incomparable Lincoln, en cuya memoria escribiera Neruda ese hermoso poema titulado “Que despierte el leñador”, versos que cerrarán esta crónica en homenaje al actor y a su personaje más querido, el maestro de literatura, que finalizó sus días en esta tierra al igual que su discípulo, y aunque no lo sabemos con certeza, intuimos que fue por haber extraviado la rosa de la esperanza.

Que nadie piense en mí.
Pensemos en toda la tierra,
golpeando con amor en la mesa.
No quiero que vuelva la sangre
a empapar el pan, los frijoles,
la música: quiero que venga
conmigo el minero,
el abogado, el marinero,
el fabricante de muñecas,
que entremos al cine y salgamos
a beber el vino más rojo.



¡Salud por la poesía, Robin Williams!
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES