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Al encaje de Bruselas

miércoles, 06 de agosto de 2014
Quise escribir sobre Gaza, la vergüenza de la raza humana. El dolor no me deja. Quiero compartir con vosotras, vosotros, un pasaje de mi novela “Al encaje de Bruselas” (aún inédita). Un testimonio en primera persona de lo que allí viví.

“…El síndrome, la indefensión, es sufrido por las personas maltratadas (las mujeres, más que nadie, conocemos del tema), pero también las sociedades, cuando los derechos humanos elementales son pasados por el forro. Habría que preguntar por su autoestima a los prisioneros de Guantánamo, a los de Abu Ghraib, a los de cualquier ciénaga de las tantas que transforman a los hombres en bestias, maltratadas por bestias feroces que mudan en aún más bestias. Donde las personas pierden su cualidad de tales, donde se borran, con crueldad inaceptable, todas las señas en las que nos reconocemos. En los campos de exterminio nazi, en los de las dictaduras latinoamericanas, en las sectas. En los lugares malditos en los que los conflictos traspasan los siglos, como en la Cisjordania ocupada (donde los colonos israelíes contravienen todas las disposiciones de Naciones Unidas, mamá). Allí tuve oportunidad de permanecer un tiempo, hace unos años, con una misión humanitaria. No creo que todas las palabras que conozco sean capaces de describir lo que esa gente vive. El muro atravesando las casas, destrozándolo todo. El desprecio total por los demás, los inferiores
.
Estoy escuchando voces que me dicen: Clarita, no seas tan parcial. En los atentados árabes también mueren muchos israelíes inocentes. Desde luego, y no voy a defenderlo, pero sólo estando allí puedes comprender el fenómeno que escapa, a mi entender, a cualquier encasillamiento antropológico. Vimos a mujeres pariendo como animales a metros de algún check point (en automóviles destrozados) porque no se les permitía atravesar el control para ser atendidas en un hospital. Vimos como se desnuda a las personas (una de las formas más brutales de vulnerar la voluntad, mamá), sin importar su edad o sexo, vimos esperar durante horas, derretidos bajo el sol a trabajadores que ganaban su salario del otro lado de la valla.

Desde luego que hay muchos israelíes que son contrarios a esta inhumanidad; conocí a una mujer judía en Billin (donde cada viernes se hace una manifestación con activistas extranjeros y la población local para protestar por la construcción del muro) que me regaló media cebolla. Me dijo que me iba a ser muy útil enseguida, cuando empezaran a disparar gas lacrimógeno indiscriminadamente. Me contó que había muchas organizaciones del otro lado que apoyaban la causa palestina. Nos reunimos con algunas de ellas, sabemos que es cierto.

De lo contrario resultaría aún más extraño que un pueblo, que lleva el sufrimiento incorporado en su ADN, fuera capaz de someter a otro a los mismos ultrajes. De empujarlo hacia los abismos, de obligarlo a armarse con piedras o convertirse en bombas humanas para defenderse.

Niños palestinos tiraban esas piedras al paso de nuestro autobús (necesariamente con matrícula israelí) por las diferentes poblaciones. Era lógico, reconocían la cara de la muerte desde que asomaban a la vida.

Yo misma vi desangrarse a un crío de unos doce años en el hospital de Jenin, víctima de la explosión de un obús impulsado desde el otro lado para matar donde cayera. Simple rutina. Un hospital en el que el personal sanitario lucha a brazo partido contra los elementos, contra las carencias básicas (atenuadas apenas por la colaboración humanitaria internacional) de medicinas o material quirúrgico. Peleaban contra la muerte con la impotencia grabada en sus rostros, al igual que los médicos de un hospital de Bagdad (otra de mis incursiones, mamá. Cuando me dejaste un mensaje en el contestador más o menos así: “Hija, cuando te quieras suicidar ¿por qué no buscas un sitio que no quede en las quimbambas?), que se preguntaban (nos preguntaban) con lágrimas en los ojos por qué tenían que morir bebés, niños y niñas, por la falta de un simple antibiótico. Tan básico como eso. Las madres nos miraban suplicando que hiciéramos algo, que la comunidad internacional debiera estar al tanto de lo que ocurría a causa del bloqueo. ¡La comunidad internacional, mamá! ¡Pero si la comunidad internacional ha estado siempre en las berzas! Como para descreer de todo o aferrarse a la vida propia y ajena (esa cosa tan frágil) y defenderla con uñas y dientes.

Allí conocí a Ghaydaa, mientras intentaba hacer uso de aquella bendita cebolla aportada por la comprensión israelí. Tenía razón esa mujer de mirada clara y compasiva: llegaría el momento de utilizar mi media cebolla. Mis ojos estaban rojos y doloridos (nunca te hablé mucho de estas historias mamá, sé que te daba miedo mi valentía de tres al cuarto). En aquel momento, llovían sobre nosotras, y el resto de los manifestantes en desbandada, los casquillos del gas lacrimógeno. Unos segundos en los que nadie entendía por qué una protesta pacífica se había convertido en una escaramuza en la que, civiles armados con trozos de cebolla, corríamos a ponernos a salvo de unos madelmanes de vídeo juego apostados en los tejados de las casas, controlando la panóptica cacería (tengo fotos, mamá; no lo he imaginado).

En Billin, el vergonzante muro separaba a las familias, cortaba casas por la mitad, y convertía esos enormes olivares, que se extendían ante nuestra mirada, en testigos mudos de todas las infamias posibles.

De un lado, un pueblo pauperizado, extenuado. Agotado de luchar contra la violación de sus derechos. Del otro unos soldaditos –la mayoría muy jóvenes, venidos de todos los puntos del planeta a condición de probar su judaísmo por lejano que fuera y defender esa nación sin tierra o con tierra usurpada a los vecinos- armados hasta los dientes con lo más sofisticado y eficaz de la demoníaca (y rentable) industria armamentista.

Nosotros, nosotras, un heterogéneo grupo de personas interesadas en que esa región del mundo pudiera por fin convivir en paz, comprobamos que era innecesaria provocación alguna para alimentar las iras del otro lado del muro.

Me dolían los ojos, pero me dolía mucho más la rabia, la impotencia, la poca capacidad con la que contábamos para ayudar. Mucha gente lo hace, continuamente, con entrega absoluta, pero nuestro grupo, una misión programada desde el estado español, sólo podía ser, a lo sumo, incómodo testigo.

Durante el viaje, interminable y temerario por el desierto, vimos caravanas bereberes (seres trashumantes que transportan su vida caracol por los parajes más inhóspitos, mamá), tropezamos con decenas de los temidos check points (esos puestos de vigilancia obscena) y contingentes de niñas-niños que, aunque parezca increíble, muchos yijadistas consideran armas de destrucción masiva. Carne de cañón contra el enemigo (Entiendo cada vez menos al mundo, mamita).

Los encuentros en Billin llevaban años de testaruda protesta con la que apenas se habían conseguido algunas líneas de información alternativa (especialmente al incrementarse la participación de activistas israelíes por la paz, o miembros de ONG internacionales; hubo incluso asesinatos no informados por los mass media). Nada había logrado interrumpir ni aplazar un centímetro de construcción del ignominioso muro.

El olor a falafel (¡uy, todavía puedo sentirlo, mamá!) recién hecho me despertó el apetito aletargado en la cruzada del Mar Muerto, y alguien tapó mi cabeza con un pañuelo para que pudiera entrar en la mezquita.

Los niños y las niñas nos sonreían con cierta confianza y algo de gratitud. Alguien les había informado sobre nosotros. Sabían que no éramos enemigos. Algunos se afanaban por pronunciar nombres de jugadores de fútbol de los equipos estrella nacionales. Los que ganan miles de millones por patear un balón, con habilidad festejada en la aldea global, y que jamás han puesto un pie en estos patios traseros del mundo.

Al comenzar la heterogénea marcha, entre una babel de palabras que se mezclaban en el aire y que seguramente significaban lo mismo, la vi en el centro de la polvorienta carretera.

Estaba descalza, pobremente vestida, pero era sin duda una princesa. Me llamó la atención aquella niña en medio del caos, las arengas, algunas banderas, y el miedo que se colaba en el ambiente. Me acerqué a ella y pude comprobar que tenía unos ojos increíblemente expresivos y bellos, enormes, de un color indefinido, encerrados en unas larguísimas pestañas azabache.

Traía en la mano una caja gastada de incienso, apretándola con unos dedos largos y unas uñas pintadas de carmín saltado. Me hizo un gesto acerca de los sahumerios, creí entender que me proponía una venta. Le pregunté cuánto e hizo un gesto con los dedos indicando tres. ¿Tres euros, tres dólares, tres shekels?

Tres eran las barritas que quedaban en la ajada caja.
Le di tres euros, obviamente los sahumerios más caros de mi vida y le pregunté en inglés dos cosas: cómo se llamaba y para qué quería el dinero. Alcanzó a decirme “Ghaydaa” y “to go to school”, antes de salir disparada con sus tres monedas de euro y sus pies descalzos.

El cielo de volvió plomizo y el aire irrespirable. La gente corría a ponerse a salvo de la lluvia de casquillos y el efecto de los gases. Desde el interior de una modesta vivienda una mujer me llamó con gestos que invitaban a entrar. Pude observar que una parte de la casa estaba destruida. Estorbaba a la construcción del muro; simplemente fue derribada.

Era la casa de Ghaydaa. Su abuela, avergonzada, insistía en devolverme los tres euros y convidarme a un aromático té. Intuí que habrían reñido a la niña por lo de los sahumerios e intente explicarle que no era importante, que era una niña (tendría unos seis años, mamá). Para ella sí lo era y tuve que aceptar que me fueran devueltas esas tristes e inútiles monedas.

Estuvimos juntas mientras los madelmanes continuaban tirando al blanco; nos comunicamos en un aceptable inglés. El padre estaba en una prisión israelí, el hijo mayor había muerto en un bombardeo indiscriminado, y ellas, la abuela, la madre y Ghaydaa resistían a escasos metros del muro de la vergüenza. Para arañar unos míseros shekels, la moneda invasora (o simplemente comer), trabajaban una tierra envenenada por los residuos tóxicos de los gases. Recibían algo de ayuda de las organizaciones no gubernamentales con presencia en la región.

Antes, cuando el padre aún no había sido apresado por terrorista -sin pruebas de ningún tipo-, debían atravesar -la abuela y la madre- cuatro veces al día, decenas de checks points. Tenían trabajo, miserable pero seguro, del otro lado de la vida, en la casa del feroz y poderoso enemigo.

Me quedé con ellas un largo rato, corriendo el riesgo de despegarme de mi grupo; no podía dejarlas, no quería dejarlas, pese a que poco y nada podía hacer por ellas.

Me dieron limones, como regalo; por estar ahí, por poder contarlo. Ghaydaa sólo quería ir a la escuela. Saltar, sin saberlo, por encima de los muros y los techos, no de cristal sino de cemento, que tienen que sortear las niñas, las mujeres en Palestina. Los muros despreciables del vecino y los que les impone en casa la discriminación de la sharia, el patriarcado consentido y alentado por la sagrada ley del Islam. Y eso que religión, mamá, viene de religare, unir, juntar. Todo lo contrario de cuantas religiones conozco hacen.

Una compañera me echó un buen rapapolvo al encontrarme. Llevaban tiempo buscándome. Había que irse. Lo nuestro era de paso. Un poco de inseguridad que remataba en una cama cálida en un hotel para turistas de Belén. Alí, donde hacía dos mil años, bueno, ya conocemos la historia..., y el final.

Maldije mi insignificancia, la absurda injusticia de este mundo, y dormí abrazada a la cajita con los tres sahumerios, que pese a devolverme mis tres euros, insistieron (insistió Ghaydaa) en que me llevara. Le regalé un esmalte de uñas color rosa nacarado que por casualidad llevaba en mi bolso. Se iluminaron sus maravillosos ojos, aunque albergo muchas dudas de que pueda usarlo en medio de esa guerra maloliente en la cual las mujeres, las niñas, los niños y las personas mayores, son los seres más desvalidos de la Tierra.

Al regresar a mis pequeñas certezas (mi casa y mi trabajo precario, prima), en una Europa que se destartala progresivamente, recordé muchas veces, recuerdo muchas veces a Ghaydaa. Nunca usaré esas barritas de incienso; las guardo con la diminuta esperanza de que por fin pueda ir a la escuela, y al instituto, y a la universidad… O al menos con el deseo de que continúe viva. Escapando del triste destino de su hermano, volando por encima del muro, de todos los muros, con sus pies descalzos y sus preciosos e inteligentes ojos de indefinido color vida.
Darriba, Luz
Darriba, Luz


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