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Esperar

viernes, 29 de agosto de 2014
“Esperar en Dios es estar expectante, buscar y tener esperanza en Él”. (Anónimo)

“No se puede esperar que la forma llegue antes que la idea, ya se esmerarán para estar juntas. (Arnold Schönberg)

“Todo lo puede esperar el hombre mientras vive”. (Séneca)


Desde pequeño, tengo la sensación de estar siempre a la espera de algo, en preámbulos prolongados y desesperantes, sobre todo cuando aguardo por un buen suceso. El que espera, desespera, claro… y si esa situación se extiende en el tiempo y corroe nuestra paciencia, el asunto parece agravarse hasta la tortura. Quizá el suicidio coincida con agotar el límite de toda espera…

Y esto tiene que ver a menudo con postulaciones de variada índole, como concursos literarios, tramitaciones de préstamos urgentes, becas y otros beneficios sociales, solicitudes de prórroga por compromisos en trance de ejecución… A veces puede tratarse de transferencias bancarias que aguardamos se abonen a nuestra escuálida cuenta corriente, y estamos alertas a un correo electrónico que no llega, o por una llamada telefónica que tarda demasiado en interrumpir el expectante silencio… También la espera por la mujer amada, que se ha ido lejos y anhelamos su regreso, aunque este hecho se atenúa por la excitación del amor, que lleva en sí los temblores de la esperanza… ¿Y qué me dicen de esperar una improbable curación por enfermedad terminal?

El 23 de diciembre era el cumpleaños de abuela Fresia, el 24, Nochebuena y el 25, Navidad. Apenas cuarenta y ocho horas nos separaban de los regalos colocados bajo el árbol, pero nos parecía eterno aquel lapso de tiempo. Ansiedad, desasosiego, angustia; todo esto es parte del dolor de la espera. Dicen que los sabios son capaces de conjurarla, mediante el control de la mente y la morigeración de la ansiedad. Por eso los budistas ponen como máxima aspiración la ataraxia o imperturbabilidad del ánimo, partiendo por regular el flujo respiratorio, que parece ser el centro de la autocontención.

A mí, siendo asmático crónico, nunca me enseñaron a respirar… Ya sé que la respiración es un acto reflejo; de lo contrario sería muy improbable mantenerse con vida. Pero aprender a inspirar y espirar de manera adecuada constituye una técnica de gran valor. El yoga y otras disciplinas afines ayudan y hacen posible este aprendizaje, a partir de la meditación, que sólo cabe practicarse en un estado de flujo respiratorio armónico y sostenido… Algo de eso aprendí, al finalizar la década de los 70’, en un centro de yoga Vedanta, en calle Teatinos, cuyo ejercicio me recomendara doña Gertrudis Mösel, secretaria de gerencia en Química Hoechst. Esta matrona alemana, lectora asidua de Herman Hesse, se había adoctrinado con el personaje Sidharta Buda, al punto de volverse por completo vegetariana.

Al parecer, había tenido buenos resultados, merced a esa pertinacia germana que ha sido capaz, entre otras cosas, de articular sistemas filosóficos de alto vuelo y colosal envergadura… Aunque no se distingan los teutones por practicar históricamente la ataraxia… Yo, menos ambicioso y asaz inconstante, sólo pude aprender a respirar en mis diarias caminatas: inspirar en diez pasos, espirar en otros diez, hasta obtener un ritmo aeróbico equilibrado. Algo es algo. Aunque al escribir en mi mente lo que se me ocurría por el camino, solía perder la secuencia, como quien no sabe si poner un punto seguido, un punto y coma o la indecisión confusa de los puntos suspensivos.

Fe, esperanza y caridad, son las virtudes teologales que abuela Fresia procuraba transmitirnos, para que las hiciéramos certeza en nosotros. En mi caso, el escepticismo me fue invadiendo, espera tras espera, a lo largo de la vida, y me volví un escéptico irremediable… Es posible que me haya faltado cultivar la paciencia, o la sabiduría de esperar menos, o de no esperar nada, pero esto ya se acerca al ideal de santidad, palabras mayores para un simple pecador como yo, que sigue esperando días mejores, como si el tiempo, clavándole sus garras en la piel, un poco más a cada hora, no fuera suficiente para convencerle de la inutilidad de la espera, como no sea aguardar por la única presencia que no faltará a la cita definida… Saben bien a qué me refiero… En palabras de Jean la Bruyere: “Conviene reír sin esperar a ser dichoso, no sea que nos sorprenda la muerte sin haber reído”.

Y no es que yo no opte por la risa, ni que me falte el humor… Nada de eso, aprendí temprano a reírme de mí, aunque a ratos pudiera sentir el dejo amargo de la extrema ironía y el riesgo de volverla autoflagelación, o peor aún, arma de resentimiento contra otros, como cuando recurrimos a la burla aleve, a la befa, al sarcasmo, a la sátira destemplada, a la mofa, al escarnio, a la socarronería, a la pulla mordaz… Hay tantas palabras en nuestra castellana lengua como gradaciones que se mueven entre el mal y el buen humor, aunque el primero sea el más recurrente, porque la risa a menudo no está en maridaje con la alegría, sino en rastrera complicidad con el odio.

-Amigo lector, ¿a quién le paso ahora la cuenta de mi larga espera?

-A nadie –me dice una voz al oído. –Sonríe mientras aguardas, y si no llega lo que esperas, mira tu sonrisa en el reflejo del agua. Si ves tu rostro de niño, continúa esperando con optimismo; si contemplas tu triste cara de viejo, alíviate, porque la espera está a punto de concluir.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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