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Dulce reina moribunda

viernes, 22 de agosto de 2014
Dijo la abeja al zángano: jamás equivaldrá vuestro zumbido a una gota de miel que yo fabrique.

Hace poco, escribí una crónica en la que me declaraba -una vez más-, desde el espíritu republicano, opositor a las monarquías; asimismo, enemigo de las dictaduras y de todo tipo de tiranías, lleven cualquier apellido. Pero en tal manifiesto de principios existía una excepción, no advertida entonces, que rectifico aquí, con desolado empeño. Admiro, defiendo y comienzo a llorar la inexorable muerte de una Reina y de su maravillosa monarquía. Me refiero a la soberana de las abejas, hoy en alarmante peligro de extinción, como bien sabemos, por informaciones que recibimos desde diversos puntos del planeta, en los que cientos de miles de colmenas son abandonadas por sus habitantes, laboriosas abejas, para no regresar ni menos fundar nuevas colonias, como era, hasta hace poco, el móvil de su benéfico ciclo vital.

Muchos opinan que es éste uno de los signos del fin de los tiempos, entre ellos, Albert Einstein, quien advirtió: “Si las abejas desaparecieran del planeta, al hombre sólo le quedarían cuatro años de vida”. No lo sabemos, a ciencia cierta, como tampoco se explica la causa de masiva mortandad planetaria de este maravilloso insecto que renueva la vida de la naturaleza con el insustituible trabajo de la polinización. Sin este amoroso afán de extraer el dulzor de las flores y depositar el polen en millones de árboles y plantas, se hace en extremo difícil la fertilización de los frutos. Hay otros agentes menores, pero irrelevantes por su número y concurso, como la mariposa y el colibrí. También los vientos cumplen parte de esta función.

Hemos visto cómo en China, miles de hombres, provistos de una extraña herramienta de madera y plumas, intentan reemplazar a la diligente abeja, polinizando de manera burda, lenta e ineficaz. Mientras contemplamos el espectáculo de los hombres-abeja, encaramados en los árboles como torpes simios, surgen las más diversas teorías sobre el terrible fenómeno de aniquilación de la apis mellifera, la obrera de la aromática miel, sea por insectos depredadores, bacterias asesinas o por los pesticidas humanos con que la industria química ha inundado el planeta. Existen hipótesis y sospechas, pero ninguna certeza. Entretanto, ya ha desaparecido más de un cuarenta por ciento de las abejas, en los cinco continentes.

Por cierto, no es el único ciclo o proceso ecológico que se ha visto alterado por el factor humano en las últimas décadas, pero tal vez su quebrantamiento, en el caso de la abeja, sea el más aciago de todos, por la importancia de su equilibrio en la regeneración de la vida vegetal y animal. Se supone que el pequeño insecto se ha estado alimentando, desde hace veinte años, de productos transgénicos que contienen toxinas venenosas, a base de sustancias letales que se incorporan en los procesos genéticos, para aumentar la productividad de las semillas. En el caso de las abejas, la acción humana, al parecer, no previó las desastrosas consecuencias ni posee la capacidad técnica de sustitución del complicado proceso.

Hace más de medio siglo, Alfredo Piola, antiguo caballero de historias y de libros que peregrinan por los caminos para ser leídos con deleite, me regaló “La Vida de las Abejas”, del escritor belga, en lengua francesa, Maurice Maeterlinck, que leí con apasionado interés, sorprendiéndome por muchas de sus reflexiones, en especial aquellas que apuntan a cuestionar el pretendido antropocentrismo del universo que los seres humanos nos hemos arrogado, sintiéndonos dueños y depositarios de la creación, hechos como estaríamos, “a imagen y semejanza de Dios”. Esto lo pone en duda el sagaz escritor, tomando como ejemplo de refutación, precisamente, la vida de las abejas y lo extraordinario –misterioso en muchos aspectos- de su ordenamiento existencial y la precisión de su constante labor regeneradora.

Quizá no sea necesario leer a Maeterlinck para apreciar esta tragedia ecológica que estamos viviendo, pero su libro nos conmueve, gracias a una visión profunda y poética de una realidad que está bajo nuestras narices, pero que no somos capaces de entrever, sumidos en falsos abalorios y pueriles vías de escape.

“Las abejas han sacudido el entorpecimiento del invierno. La Reina (no está con mayúscula en el original, pero ya no podré escribirla de otro modo) ha vuelto a poner sus huevos desde los primeros días de febrero. Las obreras han visitado las anémonas, las aliagas, las pulmonarias, las violetas, los sauces, los avellanos… Luego, la primavera ha invadido la tierra; los graneros y las cuevas del panal rebosan de miel y de polen, millares de abejas nacen cada día. El hacinamiento, no obstante, se hace insoportable.

“Una inquietud conmueve a todo el pueblo. Y la vieja Reina se agita. Comprende que se prepara para ella un nuevo destino. Ha cumplido religiosamente su deber de buena creadora. Y del deber cumplido surgen la tristeza y la tribulación. Una fuerza invencible amenaza su reposo; pronto tendrá que abandonar la ciudad donde reina… Ella ha sido allí la madre y el órgano único del amor”.

¿Cuál es la potencia que rige su destino de soberana y el de todos sus miles de súbditos? Maeterlinck lo define con precisión no exenta de poesía y certera metáfora de la naturaleza:

“El ‘espíritu de la colmena’ es el móvil, secreto y misterioso, de un ordenamiento perfecto. Él dispone, implacablemente, pero con discreción y como si estuviese sometido a un gran deber, de las riquezas, la libertad y la vida de todo un pueblo alado. Regula día por día el número de los nacimientos y lo pone en estricta relación con el de las flores que iluminan la campiña. Anuncia a la Reina su destronamiento o la necesidad de que parta con un nuevo séquito fundacional”…

Al parecer, sólo el hombre ha sido capaz de perturbar ese espíritu y de alterar ese orden, introduciendo el caos de una muerte desbocada, producto de comportamiento homicida e irracional: la razón de su sinrazón en aras de la codicia desmesurada.

“El hombre tiene la facultad de no someterse a las leyes de la Naturaleza; saber si hace mal o bien en usar esa facultad, es el punto más grave y menos aclarado de la moral. Por ello, es interesante sorprender la voluntad de la Naturaleza en un mundo distinto al humano. Pues, en la evolución de los himenópteros, que, inmediatamente después del hombre, son los habitantes del globo más favorecidos desde el punto de vista de la inteligencia, dicha voluntad parece muy clara”.

Del arquetipo de estas Reinas, que vuelan hoy hacia el exterminio, disociadas del “espíritu de la colmena”, escoltadas por las abejas enloquecidas y sin rumbo, por obra del mal proclamado “rey de la creación”, me declaro enamorado, ferviente súbdito, y, cuando la muerte nos separe, viudo inconsolable.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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