Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

La primera palabra

viernes, 15 de agosto de 2014
Galicia era una palabra extraña, llena de misterio en los días de la infancia… Un lugar remoto desde donde había venido mi padre, con su acento extranjero de sonoridades bonaerenses... En el salón de nuestra casa colgaba un enorme mapa de la Península Ibérica, enmarcado en madera y protegido por un cristal. A la izquierda, en el extremo superior que hacía vértice con el océano Atlántico y el mar Cantábrico, como una especie de bonete que le quedase estrecho a Portugal, se delineaba un territorio sinuoso, ornado de diminutas figuras que semejaban pinos; hacia la derecha, se desplegaba la inmensa España con su Madrid céntrico y mesetario, empinándose con porfía hacia el noreste, como si buscara acercarse a la esquiva Europa.

Mi primera asociación con esa palabra era la imagen de unos segadores que cargaban sus fardeles y herramientas, inclinados sobre la era, mientras regresaban a sus moradas de piedra… No sé de dónde nació en mí aquella visión peregrina; quizá de los versos de Rosalía que escuché a mi padre: “Casteláns, tratade ben aos galegos…”

¿Esos gallegos, entonces, eran como mi padre? No me lo parecía, porque a él le veía llegar de su labor de oficinista contable, en la hora vespertina, vestido con traje atildado, de camisa blanca y corbata, con sombrero alón, luciendo su porte imponente… Y cuando trabajaba en el jardín o en la huerta, su rostro claro parecía disfrutar de un placer conocido. ¿Acaso los gallegos de allá no eran felices? ¿Por qué se marchaban a América, si después iban a vivir añorando su tierra?

La palabra Galicia adquiría otras connotaciones cuando la escuchaba en boca de la abuela Elena o de las tres tías gallegas. Se dulcificaba, se impregnaba de nostalgia, de una sensación agridulce y contradictoria, que yo sólo iba a comprender cuando descifrara la palabra “morriña”, mucho más tarde, en el instante en que Galicia se abriera para mí como abanico interminable de incitaciones y asombros, a partir de la prosodia de su lengua que comenzaba a desgranar, sobre la rústica mesa de mis conocimientos, el alimento incomparable de sus sílabas e inflexiones secretas.

Esa palabra era una fuente de la que iban a surgir regueros de un amor perdurable, a medida que me acercaba a sus entrañas secretas.

Viajé por primera vez en 1983, buscando la casa donde había nacido mi padre, en A Touza, Santa María de Vilaquinte, al sur de Chantada. Dos años más tarde, en julio de 1985, repetí el viaje, esta vez como ponente del Congreso “Rosalía de Castro e o seu Tempo”, que tuvo lugar en Santiago de Compostela.

Al regreso, integré el directorio de Lar Gallego de Chile, como “director cultural”. Nos reuníamos en la sede de calle Carmen, recinto hoy desaparecido de la Unión Deportiva Española. En la sala principal había una biblioteca, cerrada con llave. De vez en cuando llegaban cajas y paquetes desde Galicia, con libros, revistas y folletos, un material heterogéneo en el que yo podía encontrar obras de interés, publicaciones en lengua gallega que aquí nadie leía, salvo Pepe Bouzo y el profesor Eduardo Benítez, también Edgardo Gallegos, mi compañero de sueños galleguistas… Clasificamos los materiales y les dimos su respectiva numeración. Pero los libros no tenían más usuarios que los ya nombrados.

La palabra Galicia y su sentido más profundo no se conjugaban aquí desde la lengua vernácula, olvidada por sus emigrantes, salvo algunas reminiscencias aldeanas en que la nostalgia se hacía presente con notas de costumbrismo remoto y formas que adquirían, de pronto, un tono de auto desprecio, como si fuesen resabios primitivos que la “modernidad” de una buena posición económica desechaba. Advertíamos que esto no era privativo de los hijos de Galicia; era un patrón común a otras colectividades, asentadas en un “españolismo” de cuño franquista que pervivía más allá de la muerte física del pequeño ferrolano. Como patético símbolo, en la pared, tras la testera de la mesa de reuniones del Lar, colgaba una fotografía de Franco, autografiada por él en 1964, que los directivos exhibían con orgullo…

Aquellos hijos del noroeste atlántico, en su inmensa mayoría, no habían estado ligados a los libros ni a la cultura en un sentido de refinamiento intelectual, sino apenas vinculados a expresiones populares y folclóricas consagradas a lo largo de los siglos, como la música a través de la gaita, el tamboril y la pandereta; asimismo, los bailes regionales, ensayados para las festividades propias del calendario religioso, cuya pertinacia de uso constituía las raíces esenciales del ser galaico en la emigración, junto a las manifestaciones culinarias típicas, como la empanada gallega, el caldo con unto y el lacón con grelos, que aparecían en fiestas y conmemoraciones anuales, “día de la raza” incluido, con los saludos y discursos de rigor, pergeñados por funcionarios diplomáticos y dirigentes locales. Para ello no se precisaba de una patria distintiva, ni siquiera de un concepto de nación al modo de los antiguos galeguistas que parecían haber muerto con Castelao, en los albores de 1950, en el exilio de Buenos Aires. Bastaba la bandera roja y gualda y el viejo himno imperial… Y es que en España nada parece cambiar, si hasta las izquierdas se han vuelto monárquicas y clericales…

¡Bendito sea el Señor Santiago!

Nosotros aspirábamos a otra cosa. Queríamos fundar un centro de estudios gallegos en Santiago de Chile, para enseñar aunque fuese los rudimentos de la lengua de Rosalía y dar a conocer lo más granado de su literatura a las nuevas generaciones de gallegos, hijos y nietos de esa especie en extinción que constituían los viejos emigrantes.

Transcurrieron trece años, y en 1998, a instancias del amigo poeta, Luis González Tosar, contando con el apoyo irrestricto de Fernando Amarelo de Castro, logramos nuestro propósito, y en julio de ese año, bajo el alero del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, con el patrocinio de la Secretaría de Educación y Ordenación Universitaria de la Xunta de Galicia, se dio inicio al Programa de Estudios Gallegos, con una cátedra de Lingua e Cultura Galega, como “crédito cultural” para alumnos de la USACH, además de cursos abiertos para descendientes de gallegos en Chile y público general. Asimismo, talleres de literatura gallega impartidos en la Sociedad de Escritores de Chile.

Doce años de constante labor y de cooperación recíproca. Una veintena de alumnos concurrieron a los cursos de verano del Instituto de Lengua Gallega en Santiago de Compostela; además, organizamos intercambios de docentes y escritores, viajes anuales a la Terra Nai, publicaciones, libros que atravesaron las fronteras con el nombre de Galicia como airosa credencial para el ejercicio del “júbilo de comprender”.

La gran mayoría de nuestros alumnos fueron chilenos, sin ascendencia gallega conocida. De la colectividad residente, hubo escasa receptividad para nuestros afanes, que se limitaron a colaboraciones solicitadas para el Día de las Letras Gallegas o para la efemérides de Santiago Apóstol... Nunca pudimos implementar algún curso regular en la sede de Lar Gallego de Chile, ubicada en Estadio Español de Las Condes; un taller, que inauguramos en el 2004, fracasó por falta de asistentes. Es posible que hayamos fallado en nuestras estrategias de difusión y acercamiento, pero el desinterés por el aprendizaje del idioma de Rosalía resultó evidente, exacerbado quizá por ciertas sospechas políticas de “separatismo izquierdista”, en el seno de esa institucionalidad asociativa hispana que sigue ligada a los añejos presupuestos del franquismo, y que segrega a sus miembros según el rasero de la solvencia económica, condición que suele identificarse con la ideología conservadora, que se fortalece en el olvido pertinaz de los orígenes humildes...

Pasaron los años y nos volvimos viejos para ejercer la docencia oficial. Pero aquella palabra propiciatoria no había declinado bajo el imperio de Cronos; por el contrario, se fortaleció en el pulso inquieto de nuestro camino.

Otras vías se abrieron a la inquietud amorosa por la difusión de la cultura gallega, resaltada en sus relaciones históricas y anímicas con la América austral, donde las huellas perdurables de los devanceiros han logrado notables simbiosis, como la ocurrida en Chiloé, la Nueva Galicia fundada en 1567, a través del imaginario popular1, investigaciones que fueron publicadas por la Xunta de Galicia, en 1997 y 2001. Asimismo, el ejercicio permanente de la crónica semanal, publicada en diversos medios de Galicia y en periódicos y revistas de Chile, tarea que ha superado el millar de artículos, quizá emulando –me atrevo a decir, con orgullo exento de vanidad- el logro de nuestro querido gallego republicano, sadense de las mariñas, Ramón Suárez Picallo, quien prodigara sus mil crónicas en Chile, entre los años 1942 y 1956, bajo el título de “La Feria del Mundo”2.

Entre los ecos de esa palabra que resuena en nosotros, y que venimos conjugando, con entusiasmo y fervor, cabe destacar las actividades de grupos que han “descubierto” Galicia y sus atractivos por otras vías, como el Centro Cultural Amigos de Galicia, de la ciudad de Valparaíso. En este caso, tuvo capital incidencia la amistad de sus fundadores con el sacerdote gallego, académico de la Universidad Católica de Valparaíso, Francisco Sampedro, quien les revelara, a través de afectuoso testimonio, los encantos de la Terra Nai, a estos porteños que, sin contar con la marca genética de la ascendencia gallega, procuraban un sólido acercamiento a la patria de Rosalía.

Así, durante este frío invierno austral, llevaremos a cabo encuentros en torno a la cultura gallega, entre los que destacamos el homenaje a Rosalía de Castro, el lunes 14 de julio, en el Mesón Nerudiano, con la participación del cantautor Eduardo Peralta, del músico José María Moure y de este cronista… Rememoraremos a la gran poeta, cuando se cumplen ciento veintinueve años de su pasamento… Y el martes 22 de julio, participaremos en la “semana cultural de Galicia”, patrocinada por el Centro Cultural Amigos de Galicia, en el teatro municipal de Viña del Mar, con la conferencia “Chiloé y Galicia, Confines Mágicos” que hemos ofrecido a lo largo y ancho de estas comarcas del finisterre austral, donde muchos gallegos han fundado sus lares entrañables.

Hacemos nuestra esta palabra, como hallazgo definitivo, y ella nos acompañará hasta el fin de nuestros días. Sus tres sílabas rumorosas penden en el firmamento de los mejores sueños: Galicia.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES