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Despertar cada día

lunes, 21 de julio de 2014
El gesto que cada mañana me conecta con la vida es encender mi pequeño aparato de radio, situado al alcance de mi brazo, sintonizado siempre en la misma emisora. No hay muchas que puedan escucharse sin ingerir antes Primperan.

El caso es que el sonido al aire de esa emisora, la primera edición de noticias, lleva rapidísimo mi mano al vaso con agua y al Omeprazol. Necesito con urgencia formar una película que proteja mi estómago del Olmetec y el Lexatin, los próximos en la lista; los que me permitirán no reventar como una piñata.
En definitiva, necesito de la química -como la mayoría de la gente- para sentirme un poco a salvo de la vida cotidiana, la que ocurre todos los días aquí y en cada escondrijo de la maltratada aldea global.

Esta mañana, el primer sonido que escucharon mis oídos fue que alguien derribó un avión civil con 298 personas a bordo. Un avión con casi trescientos seres humanos, absolutamente ajenos a cualquier conflicto, que fueron eliminadas del espacio cual si se tratara de una desacertada mancha. También de la Malasya Airlines, la misma compañía de la que otra aeronave cargada de pasajeros desapareció, sin dejar rastro, del mismo espacio exterior en el cual nuestro planeta gira impasible alrededor del agotado y radioactivo astro que nos alumbra. Más inocentes, más carne de cañón. Víctimas de a saber qué descerebrados sin alma moviendo los hilos de esta tramoya.

Se preguntó el locutor qué pasaría si el aparato perteneciera a la American Airlines. También me lo pregunto -al igual que vosotros-vosotras, seguramente-, porque doy por descontada, como ciudadana planetaria, la inacción de los poderes para investigar o practicar ningún tipo de justicia.

Como si esta noticia no alcanzara para aniquilar cualquier esqueje de esperanza, salta al aire una entrevista en directo a un tal Roni Kaplan, portavoz del ejército israelí (con acento porteño, de judío de Barrio Norte o de San Isidro), mintiendo con impudicia y subestimando la inteligencia de las y los escuchantes, con la misma facilidad con la que redactará sus partes dando cuenta de que cuatro niños palestinos, jugando al fútbol en una playa, eran terroristas de Hamas (que aún no habían crecido lo suficiente).

El mismo cuento de siempre que, por fortuna, cada vez tiene menos público con voluntad de tragarse.

Ni hablemos de los desastres (corruptelas “estrella”, injusticias flagrantes, disparates a granel) locales, comunitarios o estatales. No estoy preparada para un futurible transplante de estómago. No sé el vuestro; el mío, después de cuatro úlceras, está punto de tirar la toalla.

Para colmo de males, tengo que evitar el gesto automático de abrir la ventana de mi habitación en esta época del año. El olor a inmundicia, procedente de la calle, destruiría cualquier efecto positivo de la lucrativa industria farmacéutica sobre mi endeble organismo.

En ocasiones, es preferible comenzar el día meditando. Con una parva de varillas de incienso que palien los olores externos y una música mántrica que nos eleve, lo máximo posible, de “este valle de lágrimas”.
Darriba, Luz
Darriba, Luz


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