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Antonio y Gregorio

domingo, 29 de junio de 2014
Se estima en una cifra de doscientos mil los españoles que han llegado a Chile desde comienzos de la última crisis financiera en la Península Ibérica, debacle que afecta a muchos y favorece a la minoría de siempre, como es usual... Son, en su mayoría, jóvenes profesionales y técnicos de diversas áreas, que obtienen aquí puestos de trabajo especializado, de rentabilidad media y aun superior, buscando mantener el estatus que perdieron en su patria, en medio quizá de esa ilusión recurrente de los hispanos por pertenecer a ese discriminador y selecto grupo de países que se da en llamar “primer mundo”, compuesto por las potencias industrializadas de las que España quiso desligarse a lo largo de la Historia, desde 1492, con la torpe expulsión de los financistas judíos y de los árabes agricultores.

Llegan aquí, al “último reino”, como llamaban a Chile, en el período colonial, los hijos favorecidos del Virreinato del Perú, aunque hoy los chilenos nos sentimos un poco mejores que los vecinos del “tercer mundo”, como si fuésemos un equipo de fútbol triunfador que aspira a saltar a la segunda división y, algún día no tan lejano, acceder a la primera… Son los espejismos con que los detentadores del poder engañan a los expoliados, haciéndoles creer que el bienestar y la felicidad son cosa de estadísticas servidas por la televisión.

La palabra crisis es de viejo cuño. Yo la escucho desde que tengo memoria, o “uso de razón”, como dicen algunos. Mi padre, con su irremediable humor gallego, pedía que no le hablaran de tales dificultades con aire de peste bíblica. –Yo he vivido siempre en crisis- decía, y nada me advierte que ello vaya a cambiar…

Quizá recordaba las endémicas penurias del minifundio en su remota patria gallega, imperativo que iba a desperdigar, sobre todo hacia la mítica América del Sur, a millares de emigrantes en búsqueda de una vida menos ingrata. Los nueve miembros de su familia debieron abandonar la tierra natal, en diciembre de 1924, para asentarse en Buenos Aires y, luego de una década, en Santiago del Nuevo Extremo. Entonces, lo repetía él, se emigraba para no regresar, salvo las excepciones con las que se tejen las leyendas de literatura romanticona y falaz. Eran otros tiempos para los españoles y para otros emigrantes europeos y del Oriente Medio, desterrados por las guerras, el despojo territorial, las hambrunas y las dictaduras de vario pelaje.

Abro en esta tarde el libro “La Feria del Mundo”, y releo algunas crónicas de nuestro siempre recordado Ramón Suárez Picallo, ilustre exiliado de la Segunda República Española. El 2 de septiembre de 1942, en vísperas del tercer aniversario del arribo del Winnipeg, “barco de la esperanza”, escribe el gallego sadense afincado en Chile:

“Mañana hace tres años que atracó en los muelles de Valparaíso el vapor ‘Winnipeg’, trayendo a su bordo, desde Francia, alrededor de 3000 refugiados españoles. Fue un acontecimiento memorable para el pueblo chileno, cuya hospitalidad se volcó en la calle para acoger a un conjunto de hombres que traían sobre sus almas la amargura de una derrota. La hospitalidad ofrecida tenía, por eso, una generosidad propia de quienes la daban y de quienes la recibían. Porque es en el dolor y en la amargura, cuando se agradece más el apretón de la mano amiga… Desde aquel que venía con su ropa desastrada de milicia, al que alguien metió en una tienda y lo vistió de arriba abajo, hasta aquel otro que tuvo en hogar chileno cama, mesa y afecto, después de cuatro años de no disfrutar nada de eso…”

Otros tiempos, otra realidad. Tanto el exilio político como el desarraigo por necesidad económica otorgarían a esa emigración un carácter fundacional. Aquellos hispanos formaron familias, se asentaron como ciudadanos de una nueva nación, integrándose al quehacer cotidiano con acrecida esperanza. Somos testigos privilegiados y asimismo frutos de esa conjunción de espíritus y estirpes. Quizá por ello, la presencia de estos españoles, acogidos ahora en los albores del siglo XXI, nos resulte grata, aun cuando escuchemos voces disidentes que hablan de una “nueva conquista”, refiriéndose más bien a conglomerados de empresas hispanas que operan en nuestro país. A esos detractores cabe recordarles que el gran capital no se adscribe a patria ni raza alguna, pues su dios es tan internacional como el rédito sin filiación de sus finanzas.

En el metro y en otros lugares públicos suelo escuchar a estos jóvenes inmigrantes temporales, bien vestidos, exhibiendo teléfonos celulares y computadoras de última generación, expresándose con la soltura que da una posición de cierto privilegio social y rango económico superior al común denominador de los trabajadores chilenos… Hace unos días, en uno de los vagones atestados, conversaban dos muchachas con un joven varón… Una de ellas le dijo, como resaltando el sentido de una frase: -“Mira, eso sería tan improbable como toparse aquí con alguien que hablase gallego”-… Me aproximé como pude, miré de frente a la joven y le dije: -“Entón, xa o atopaches…” Se miraron, casi atónitos. Antes que respondieran, les hablé, en lengua gallega, presentándome… Terminamos compartiendo un café en el paseo Ahumada, charlando como paisanos. Intercambiamos correos electrónicos y ahora estos mozos figuran en mi larga clientela de “lectores cautivos”, aunque tengo la impresión que su interés por los acontecimientos históricos del pasado es muy escaso. Parecieran ser vástagos del transversal desarraigo contemporáneo.

Pero ha habido otros contactos más perdurables, sin duda. Es el caso de Antonio Gómez, sevillano, y de Gregorio Dobao, cordobés, a quienes conocí en el bar Amigo, de Providencia, donde suelo concurrir a beber unas copas en hospitalaria tertulia. En una de aquellas ocasiones, mi amigo chileno, Florencio Vergara, me presentó al locuaz Antonio, quien lleva ya algunos años en estas comarcas, casado con una bella chilena, Pamela… El hombre derrocha gracejo andaluz y esa vitalidad afectuosa que sobresale en la habitual grisura de las gentes de nuestro Santiago austral. De inmediato hicimos buenas migas, estableciéndose el fluido contacto que surge de las afinidades culturales; en este caso, el primer puente fue otro Antonio, el gran Machado, hijo dilecto de Sevilla; el segundo, Miguel Hernández, el poeta campesino de Alicante. Repetimos, en improvisado contrapunto, algunos de sus versos, tal si ambos poetas compartieran nuestra mesa. Amistad a primera vista, como si nos conociésemos de un siglo atrás, pues poco cuenta Cronos en el misterio de los entendimientos.

Unas semanas después, Antonio –hábil repostero que “endulza Providencia”, según eslogan periodístico- me presentó a Gregorio, también parroquiano circunstancial de nuestro templo báquico. Trabamos amistad del mismo modo que con Antonio, a pesar de que Gregorio no tiene la locuacidad de éste y no parece, a primera vista, un español de Andalucía; se percibe en él un aura cosmopolita y europea… Tal vez el ancestro gallego, por la paterna rama Dobao, morigere su temperamento.

Se trata de un prestigioso ingeniero, que trabajó durante treinta años en Alemania, donde casó con Brunhil, berlinesa con la que hoy vive en Barcelona, junto a sus hijos. Sí, porque Gregorio no es un inmigrante en Chile, sino un técnico de alta especialización que viene y va, por lapsos no mayores a tres meses, prestando servicios de implementación y capacitación industrial en la empresa del periódico decano de la prensa chilena… Le han tentado con ofertas para establecerse aquí, pero su familia es ya barcelonesa y resulta improbable que acepte la proposición. Nosotros le instamos a hacerlo, bajo el expediente que “en Chile se vive de manera más grata y regalada que en Estados Unidos o en Europa”… Gregorio mira y sonríe, con escéptica amabilidad y algo de retranca gallega.

Gregorio viajó, a mediados de abril, a Cataluña. A su regreso, el día 29, me trajo desde allá un importante encargo: El Cuaderno Gris, el famoso dietario de Josep Pla, libro imposible de adquirir en Chile. La encomienda ha resultado equívoca, porque Gregorio no aceptó de mi parte la restitución del gasto por la compra; ante su insistencia, lo he asumido como feliz e impensado regalo de su generosa amistad…

Mientras examino el obsequio y hojeo las encantadoras páginas del fino escritor ampurdanés, Antonio se integra a nuestra mesa, que compartimos también con mi sobrino, Cristián Loyola Carvallo, ex alumno de los fenecidos cursos de Lingua e Cultura Galegas, de la Universidad de Santiago de Chile… Antonio luce chispeante, como es habitual. Luego de los saludos y abrazos de rigor, se sienta a mi lado… Alguien ha dicho que “va a caer agua”, observando las grises nubes volanderas que presagian el fin de la sequía… Antonio coge al vuelo la palabra líquida y tamborilea sobre la mesa, improvisando con gracia un cante jondo:

-“El agua, el agua, el aguaaa…”. Su voz, de perfecta entonación, llena el ambiente del bar. Algunos parroquianos miran con curiosidad, porque no es común que los chilenos canten en lugares públicos, salvo que estén borrachos y exhiban lo que aquí denominamos “mala cura”. Otros contertulios ya le conocen, y no trepidan en aplaudir o gritar un ¡bravo! estentóreo en medio de los brindis.

Algunos espíritus estoicos suelen atribuir a las crisis temporales un efecto benéfico sobre la población. Son los mismos que sostienen uno de los lemas vigentes en nuestra época juvenil: -“La letra con sangre entra”.

No quiero caer hoy en tales simplezas, pero no puedo negar que sin este globalizado y feroz traspié del capitalismo salvaje, no hubiese recibido el galano de esta amistad que trae entre sus manos dos nombres sonoros, que tañen en la memoria de la tribu como campanas de la infancia: Antonio y Gregorio.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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