Hace unos días, el amigo Miguel Castellanos, que como decíamos, desde su época bohemia en Ibiza en sus años (más) jóvenes hasta su actual morada en el fértil claustro franciscano nunca dejó de pintar el

evangelio y de rezar pintando, me envió el cuadro que ven ustedes aquí ahora como si fuera la ilustración de este artículo. Al cuadro le llama él El Cantar de los Cantares. Con el envío me lanzaba un reto. El siguiente: A ver qué se te ocurre. Y como, tembloroso ante sus códigos, no se me ocurría nada que yo considerase válido de buena fortuna, se me ocurrió ir a leer una vez más el cantar y héteme aquí que, echando mano de la Biblia de Shökel & Mateos, todo me fue revelado, el enigma de los códigos y el mensaje De Esta obra de Miguel. Creo.
Este cuadro, entonces, se vuelve tema, que no ilustración, y yo simplemente entresaco posibles pistas del comentario de Shökel & Mateos al sublime libro del Viejo Testamento, que derivo igualmente a la pintura que tenemos ante nuestros ojos. Con lo cual trato de recoger el guante lanzado por Miguel, testigos, ustedes. Veamos:
El libro se lee como colección de canciones para una boda y de diálogo entre novios: esperando y recordando
El y ella, sin nombre propio, son todas las parejas de la historia que repiten el milagro del amor. El libro canta la plenitud del amor personal, que, desde un centro, ilumina y transfigura el mundo, elevándolo a la conjunción humana del amor: primavera, frondas, flores y frutos, bosques y jardines, valles y montañas
El amor los nombra y al nombrarlos los coloca concéntricos a sí mismo.
El tema personal lo domina todo. Pero la persona es la totalidad, no un reducto espiritual incorpóreo. El amado contempla el cuerpo amado como cifra y suma de bellezas naturales y artificiales
al ver los amados la belleza del cuerpo amado descubren que el mundo es muy bueno, como en un reposo genesíaco. La contemplación es camino y pausa de la posesión, y el gozo del amor sintetiza los deleites, sobre todo aromas y sabores. El amor no se agota en sí mismo, sino que se abre al descubrimiento
al final descubre un fulgor (una) llamarada divina
Si el amor de esa pareja, sin perder intensidad, pudiera abarcar y abrazar a todos los hombres, ese amor sería la encarnación más alta del amor de Dios
Hasta aquí el canto de introito que entonan los sabios hermeneutas anteriormente mencionados. Y hasta aquí el apunte que yo creo aplicable a la cifra que la paleta de Miguel Castellanos recrea.
Primera hoja del díptico: primavera, fronda, flores y frutos, bosques y montañas, viñas y viñedos: en condensación. Segunda hoja: plenitud del amor personal que, desde un centro, ilumina y transfigura el mundo, elevándolo a la conjunción humana del amor. El amor que al nombrar los elementos de la primera hoja, los coloca concéntricos a sí mismo. Claro que no sé si la composición pictórica sea formalmente un díptico o si el reposo genesíaco, manifiesto en apropiados verdes hacia un azul de cielo que se nos impone en primer plano a la derecha, sea meta y apoteosis debida del escorzo de lo que primariamente vive y muere en rojo y verde oro, que observamos a nuestra derecha.
Así brevemente. Y sólo para responder al reto del amigo y hermano, consciente yo, eso sí, de haber cometido una manifiesta profanación. Si bien me inclino a pensar que nuestra verdadera vida tal vez consista precisamente en una continua profanación de Dios, por ver si de algún modo se nos revela la verdad nuestro propio misterio.
Y que Miguel Castellanos siga rezando al pintar, y así nos place, digo, porque, quien más, quien menos, todos somos un poco bilingües
y necesitamos practicar un poco más esa condición, aunque sólo sea para que las raposas, que por ahí andan en la noche, no retocen destrozando nuestras floridas viñas (Cantar de los Cantares 2,15).