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La primera escuela

martes, 31 de diciembre de 2013
Todos los que estudiaban en el Valle de Oro pasaban por la Escuela del Condado, mi primera escuela. Ocho años tenía cuando empecé a ir a la escuela, aunque ya sabía leer y escribir, pues, casi sin darme cuenta, había aprendido a hacerlo en mi casa. La escuela era mixta y de pago, y el maestro, el añorado “Maestro do Condado” era una persona entrañable, honesta e incorruptible, de grandes ideales, que había sido perseguido por sus ideas políticas y que se pasó toda la vida enseñando a varias generaciones, siempre a cambio de muy poco dinero por ello.

Muchas cosas podrían contarse de la inolvidable Escuela del Condado: La mesa del maestro era una mesa antigua llena de libros y los pupitres estaban totalmente rayados y escritos ya que las sucesivas generaciones, que habían estudiado allí, habían querido dejar su firma en las mesas. En las paredes había colgados retratos de personajes ilustres, científicos y escritores: Rey Pastor, Fleming, Einstein, Juan Ramón Jiménez (que acababa de recibir el premio Nobel de Literatura), etc. Con frecuencia leíamos libros como “Platero y Yo” y “Corazón” de Edmundo de Amicis, pero sobre todo recuerdo la monotonía de los teoremas y de las clases de latín, en los días de lluvia.

El maestro enseñaba todas las materias con gran esfuerzo, ayudado por las alumnas de más edad, y además enseñaba honradez y buenos principios y siempre daba buenos consejos, y así, les decía a los que no querían estudiar: "Xa veredes cando vos dia a cancela no cú. ¡ Da cada trancazo...!" Los días en que estaba inspirado se inventaba dictados en verso. Todavía recuerdo uno que decía: “En la cumbre de un cerro / charlaba un avestruz / con un forzudo becerro / que sabía el andaluz / También estaba presente / la taimada y astuta zorra / que hablaba como una cotorra / de sus tiempos de adolescente”.

Había estudiantes muy buenos que luego estudiarían carreras y otros no tan buenos que luego serían empresarios. Cuando venía el buen tiempo, los que estudiaban bachillerato se desperdigaban por los pinares cercanos a estudiar las lecciones, en chozas y cabañas que ellos mismos habían construido, de tal modo que los alrededores de la escuela parecían un poblado indio.

Y cuando salíamos al recreo, ocurría algo parecido a la invasión de los pueblos bárbaros, y algunos arrasaban todo lo que encontraban a su paso. Los montes cercanos a la escuela estaban completamente trillados y llenos de senderos. Los más combativos, en su labor destructiva, dedicaron especial atención a un alto y hermoso roble que había a la orilla de la carretera, al cual, con sus navajas, le cortaron completamente todas las ramas, quedando en pie solamente el tronco, como testigo de su hazaña. Como es de suponer, aquellos días el dueño del carballo juraba en arameo.

Recuerdo especialmente a un chico llamado Luis Pernas que llegó a la Escuela del Condado allá por los años cincuenta y tantos. Era un personaje menudo e inquieto que despertaba la atención de los demás y muy pronto, en los recreos, empezó a hacer filigranas con el balón. Calzaba unos zuecos de madera y driblaba a todo el que se le ponía por delante. Dotado de una extraordinaria técnica, su juego era como el revoloteo de las golondrinas, por lo que luego le llamarían “Anduriña”, nombre con el que, al poco tiempo, pasaría a formar parte del equipo de fútbol local, al lado de las viejas glorias.

Habrá quien ha podido estudiar en el Colegio del Pilar o en el de San Estanislao de Kostka y luego en Cambridge o en Harvard. Yo estoy orgulloso de haber estudiado en la Escuela del Condado, donde el maestro enseñaba honradez y buenos principios.
Paz Palmeiro, Antonio
Paz Palmeiro, Antonio


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