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Viajes a Ferreira

martes, 17 de diciembre de 2013
A los ojos de la infancia, la hermosa villa de Ferreira do Valadouro era algo tan mágico y grandioso que la primera vez que vi Ferreira sentí una sensación sólo comparable a la que experimenté, años más tarde, cuando visité París por primera vez.

Los días de mercado íbamos a Ferreira a pie por un sendero que atravesaba los montes de las Grandas en medio de un perfume de flores de brezo y que después de pasar por el barrio de la Castellana haciendo múltiples filigranas, ya en las proximidades de Ferreira, discurría bordeando el río del mismo nombre.

Entrábamos en Ferreira a través del Mercado de las Sardinas, saludando a todo el mundo, y por un estrecho callejón se accedía a una linda plaza, tal vez la más hermosa de la provincia, con casas de piedra, cuyas fachadas, de armoniosas proporciones, tenían un estilo propio. En la plaza había bares y espléndidos comercios de tejidos y zapatos, y en una esquina de la misma los zoqueiros vendían sus famosas zuecas de madera.

La plaza tenía una salida hacia el norte por una calle en pendiente en la que había una manzana entera de casas, algunas de estilo colonial, construidas por emigrantes que habían hecho fortuna en La Habana. Al final de la calle, a la izquierda, había un banco dirigido por un señor muy serio y respetable y a continuación, encima del río, estaba el hostal Asturias que era el punto de encuentro de todos los caminos.

En aquella época llegaban a Ferreira los últimos "indianos" que volvían de La Habana después de muchos años de nostalgia y hacían su entrada triunfal en la villa con sus haigas y sus puros habanos, vistiendo trajes claros y sombrero en los días de mercado.

En la adolescencia, Ferreira fue el principio de todo, de los primeros vinos en bares y tabernas, de las primeras películas, de los primeros bailes y de las primeras novias. Allí acudíamos en las bicicletas, a jugar a las cartas y al cine y otras veces al salón de baile, y luego volvíamos a casa corriendo como locos por los caminos. Luego, vinieron los días de bohemia en la temprana juventud, días inolvidables de vinos y amoríos en la Barra, en el Mavi, o en las fiestas de Ferreira, que eran especialmente hermosas por el entorno y por la época del año en que se celebraban: a principios de septiembre. Venían gentes de todos los confines de la Mariña lucense y las mejores orquestas de La Coruña y Pontevedra, bandas de música y otras orquestas locales de gran renombre. Entonces, la vida transcurría feliz y despreocupada bailando merengues y pasodobles.

Pero, al igual que ocurre con el Dublín literario que imaginó Joyce en sus libros, que dicen que se parece muy poco o nada a la ciudad original, la actual Ferreira no tiene mucho que ver con la que perdura en el recuerdo, tal vez porque ya nada queda de aquella época: ni el cine, ni el salón de baile, ni los comerciantes de la plaza, ni siquiera el sendero que llevaba a Ferreira por los montes de las Grandas, ni los caminantes que pasaban por él los días de mercado...; tan sólo la nostalgia de los lejanos e inolvidables días de esplendor de la juventud, días de vino y de rosas con una hermosa joven en la barra del Mavi.
Paz Palmeiro, Antonio
Paz Palmeiro, Antonio


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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