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Cafés en nuestras vidas

martes, 07 de mayo de 2013
Me llega la noticia del cierre del café SANDOR. Todo un clásico. Algo así como el café de Rick en la película Casablanca. Una terraza, para tomarse un Martini, en la Barcelona de los setenta. Un punto de encuentro de mi juventud bohemia y noctámbula en la capital catalana y española del sur de Europa, cuando Madrid era, cañí y lugar al que iban los de provincias a examinarse para funcionarios o a ver las obras de teatro en la Latina.

Yo llegaba del Madrid de los Austrias, de los mesones de Cuchilleros, del café Gijón. Un lugar para comprobar cómo vivían y disertaban la “flor y nata de la intelectualidad”. Desde el Argüelles estudiantil, aficionado a los toros y al futbol, que tomaban la caña tras las clases en la Complutense. Me creía que lo había visto todo.

Y llegué a la Barcelona de la música latino americana, y del Jazz en la calle Tuset, mientras disfrutaba de noches eternas que comenzaban en el Nit-Día, para seguir en Bacarrá. Aquel SANDOR que nos reconciliaba a los médicos de la generación de mi padre, los Torres Marti, Pagés, Ballabriga, con mis amigos –imparables y dispuestos a comprobar si cualquier material era ignífugo- Unzueta, Nogués, Torres Cuesta; generación de la paz, de la crítica a los marines, de la lectura a los poetas del 27, de la devoción al mundo picassiano, y al encuentro con el amor libre.

He compartido café y aperitivo en SANDOR, cuando era plaza de Calvo Sotelo, y cuando se transformó en plaza de Francés Masiá, en el lugar más elegante de la Diagonal, cerca del Turo-Par, de Casa Tejada, de las tiendas de moda que han dado lugar a centros comerciales, como la Illa.

Aquellos cafés con limpia y cerillera, que servían para informar de quien era la dama, o si tal o cual, habían estado rondando por las mesas. Entre motos y lo último en parque automovilístico, siempre pendientes de la llegada de la guardia urbana, enemigos del aparcamiento esperanzado en una noche de rompe y rasga.

Nada es igual. Ni “El caballito blanco”, ni existe “La puñalada”, ni el 240 de la calle Aribau. Hasta el Drastor, del Paseo de Gracia, perdió su razón de ser. Al menos, deseo y espero que, el Gijón de mis tertulias, con: Guerreiro, Lomarti, Lomba, San Cristóbal, Quintana Martelo, Knork, Laura Espido, Miguel Olarte, no pierda el pulso de la historia.

Tabernas, barberías y cafés, deberían ser declarados, patrimonio de la humanidad…

Barcelona era una ciudad de espaldas a la mar –Mare Nostrum- Tuvo que ser ciudad olímpica para que redescubriera el olor a brea y el viento “garbí”. Aquella ciudad que diseñó Cerdá, con sus calles paralelas cruzadas en Diagonal por tal avenida. Era una ciudad que presumía del modernismo de Gaudí en el Paseo de Gracia, o en la inacabada Sagrada Familia. Era Picassiana, desde los “cuatro gatos” hasta las Ramblas entre Canaletas y Colon, dejando a un lado el mítico teatro del Liceo, dónde la burguesía del paño, se hacía con la aquiescencia de la Cataluña de alta cuna y baja cama, gracias a los palcos con canapés de la temporada de ópera.

En el centro. A medio camino entre el Nou Camp y el obelisco –santo y seña de la masonería- de la plaza que se desperezaba entre el camino romano a la montaña –Vía Augusta- y el camino hacia el puerto -Vía Layetana- estaba el SANDOR. Café de dandis y modernos, de lectores de La Vanguardia que venían de la Solidaridad Nacional. Que pasaban el verano en la mar de Tarragona, y el invierno en la nieve de Baqueira. Que descubrían el glamour del tenis y la moda del vestir informal, pero de marca, frente a las pajaritas y los gabanes italianos.

Aquella Barcelona de los setenta ya era una ciudad abierta, con vocación europea, plagada de gentes de otros lugares de España que, consideraron el paso por la ciudad Condal, no sólo buena para su formación profesional, lo fue también para su educación cosmopolita. A partir de ahí, visitar Londres o París, no resultaba tan traumático…
Mosquera Mata, Pablo A.
Mosquera Mata, Pablo A.


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