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Un poco de heterodoxia no vendrá mal

martes, 17 de julio de 2012
ATALAYA

El pasado mes de mayo habían transcurrido cien años del fallecimiento de D. Marcelino Menéndez Pelayo, y como el amigo Manuel Morillo, en sus Anotaciones de Bitácora me hace llegar el Epílogo con el que el polígrafo finalizó su obra Historia de los Heterodoxos españoles, me tomo la libertad de situarlo en mi blog www.espaciodebalseiro.blogspot.com, para que los curiosos de entre mis lectores puedan acceder a él con toda comodidad. Y lo reproduzco aquí.

Uno de mis amigos me sugirió hace algún tiempo que incluyese en estas “atalayas” alguna referencia bibliográfica de interés; y otro que descansase un poco de “atizar” a los políticos. Trato de corresponder en esta oportunidad al uno y al otro, aunque mucho me temo que por lo que respecta a la sugerencia del segundo, lo único que hago es cambiar mi directo fustigamiento por el indirecto, trasladándole la responsabilidad al autor de la obra, cuya lectura total o parcial recomiendo, buscándola en cualquiera de las bibliotecas virtuales, que aparecen escribiendo el título completo.

He leído un artículo conmemorativo de la efemérides arriba mencionada, publicado en uno de los grandes diarios nacionales, en el que se hacen juicios sobre la personalidad de Menéndez Pelayo, que, a todas luces constituyen juicio de parte y que no voy a discutir, al entender que a toda figura ilustre la distinguen facetas envueltas en luces y sombras, y nuestro personaje no podía ser una excepción. No discutiré aquellas opiniones, como tampoco quiero dar a entender una completa adhesión a las tesis y opiniones sostenidas por D. Marcelino. Por ejemplo: respecto a los rasgos que caracterizan la unidad de España, discrepo de la forma en que los menciona y tal vez en esencia, por su exagerado dramatismo, de alguno de ellos, pero suscribo lo que sigue:

… “El día en que acabe de perderse (la unidad), España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de los reyes de taifas.

A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle.”

Ya se ve que en lo de menos apresuradamente el autor no anduvo muy fino, tal vez no previendo el impacto de la propaganda de la que se han servido los continuadores de la ideología sabinista y casanovista, a los que han prestado su apoyo los buenistas (de la derecha, de la izquierda y del centro, que de todo hay), que piensan que nunca pasa nada, o que nada importa y que todo está bien con tal de no ser excesivamente molestados. De aquellos incipientes polvos, tenemos ahora un lodazal del que no se sabe cuál será el final, o sí, aunque tal vez la crisis ayude a situar las cosas en el punto del que nunca debieron salir.

En cuanto al cuerpo de la obra, permítame lector llamar su atención en el Libro Séptimo, que se refiere especialmente a todo lo acaecido durante el reinado de Fernando VII, incluyendo la invasión napoleónica, el período liberal y la Constitución de 1812. Hago esta llamada como una especie de homenaje a la PEPA, teniendo en cuenta la conmemoración de su segunda centuria. Seguramente que su lectura contribuirá a enriquecer el conocimiento que usted tenga de su inspiración ideológico-política y efectos. Sumo este homenaje a los varios en los que ya he tomado parte, especialmente en mi Coruña natal, ciudad especialmente unida a Cádiz y a las corrientes de pensamiento liberal con las que tan a gusto me siento, complementadas por la enraizada tradición de mi Oviedo germinal ¿Será que debido al influjo de mi naturaleza, a este servidor de usted le puede pasar lo que (dicen que) se decía que le pasaba a D. Marcelino? Que los católicos no le aceptaban por demasiado liberal, y que los liberales no lo hacían por ser tan recalcitrante católico. En mi caso espero que no sea así, pero si lo fuera, que lo sea, porque no me pienso apear ni de lo uno ni de lo otro. Aderezado todo con el correr de los tiempos, claro.

Deseo que de esta atalaya no se deduzca ningún tipo de paralelismo entre el pensamiento de Menéndez Pelayo y el que a mí me pueda atribuir usted mismo, querido lector. A años luz me encuentro en distancia intelectual y universalidad de conocimiento, pero cada uno es cada uno y siendo distintos también nos parecemos. Y luchamos, muchos de nosotros, por no convertirnos en cómplices de lo que consideramos intrínsecamente malo, nos desagrada o nos perturba, y en esa lucha nos parecemos, D. Marcelino, usted, y yo.

Salve, amigo mío.


HISTORIA DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES

Epílogo

¿Qué se deduce de esta historia? A mi entender, lo siguiente:
Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación.

Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad ni sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe o más bien regocijándose de ella. Fuera de algunos rasgos nativos de selvática y feroz independencia, el carácter español no comienza a acentuarse sino bajo la dominación romana. Roma, sin anular del todo las viejas costumbres, nos lleva a la unidad legislativa, ata los extremos de nuestro suelo con una red de vías militares, siembra en las mallas de esa red colonias y municipios, reorganiza la propiedad y la familia sobre fundamentos tan robustos, que en lo esencial aún persisten; nos da la unidad de lengua, mezcla la sangre latina con la nuestra, confunde nuestros dioses con los suyos y pone en los labios de nuestros oradores y de nuestros poetas el rotundo hablar de Marco Tulio y los hexámetros virgilianos. España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo.

Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime, sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones, sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en su hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él establece con sus hermanos y consagra con el óleo de la justicia la potestad que [1037] él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño, ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?

Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; la escribieron en su draconiano código los Padres de Ilíberis: brilló en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio, y en Roma sobre la frente de San Dámaso; la cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico: triunfó del maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano: civilizó a los suevos, hizo de los visigodos la primera nación del Occidente; escribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inundó de escuelas los atrios de nuestros templos; comenzó a levantar, entre los despojos de la antigua doctrina, el alcázar de la ciencia escolástica por manos de Liciano, de Tajón y de San Isidoro; borró en el Fuero juzgo la inicua ley de razas; llamó al pueblo a asentir a las deliberaciones conciliares; dio el jugo de sus pechos, que infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía, a San Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar-ben-Hafsun; mandó a Teodulfo, a Claudio y a Prudencio a civilizar la Francia carlovingia; dio maestros a Gerberto; amparó bajo el manto prelaticio del arzobispo D. Raimundo y bajo la púrpura del emperador Alfonso VII la ciencia semítico-española...

¿Quién contará todos los beneficios de vida social que a esa unidad debimos, si no hay, en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de algún santuario en ruinas? Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos, fue por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes. El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento; pero hay una fe, un bautismo, una grey, un pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna y una legión de santos que combaten por nosotros desde Causegadia hasta Almería, desde el Muradal hasta la Higuera. [1038]

Dios nos conservó la victoria, y premió el esfuerzo perseverante dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aun de caricias humanas, donde los ríos eran como mares, y los montes, veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.

¡Dichosa edad aquélla, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada aparecía ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas con la espada en la boca y el agua a la cinta y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.

España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de los reyes de taifas.

A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo malo, todo lo anárquico, todo lo desbocado de nuestro carácter se conserva ileso, y sale a la superficie cada día con más pujanza. Todo elemento de fuerza intelectual se pierde en infecunda soledad o sólo aprovecha para el mal. No nos queda ni ciencia indígena, ni política nacional, ni, a duras penas, arte y literatura propia. Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes vemos aclamado. Somos incrédulos por moda y por parecer hombres de mucha fortaleza intelectual. Cuando nos ponemos a racionalistas o a positivistas, lo hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo estrafalario y en lo grotesco. No hay doctrina que arraigue aquí; [1039] todas nacen y mueren entre cuatro paredes, sin más efecto que avivar estériles y enervadoras vanidades y servir de pábulo a dos o tres discusiones pedantescas. Con la continua propaganda irreligiosa, el espíritu católico, vivo aún en la muchedumbre de los campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades; y, aunque no sean muchos los librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de la peor casta de impíos que se conocen en el mundo, porque, al no estar dementado como los sofistas de cátedra, el español que ha dejado de ser católico es incapaz de creer en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido común y práctico, las más veces burdo, egoísta y groserísimo. De esta escuela utilitaria suelen salir los aventureros políticos y económicos, los arbitristas y regeneradores de la Hacienda y los salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es un cenagal fétido y pestilente. Sólo algún aumento de riqueza, algún adelanto material, nos indica a veces que estamos en Europa y que seguimos, aunque a remolque, el movimiento general.

No sigamos en estas amargas reflexiones. Contribuir a desalentar a su madre, es ciertamente obra impía, en que yo no pondré las manos. ¿Será cierto, como algunos benévolamente afirman, que la masa de nuestro pueblo está sana y que sólo la hez es la que sale a la superficie? ¡Ojalá sea verdad! Por mi parte, prefiero creerlo, sin escudriñarlo mucho. Los esfuerzos de nuestras guerras civiles no prueban ciertamente falta de virilidad, en la raza; lo futuro, ¿quién lo sabe? No suelen venir dos siglos de oro sobre una misma nación; pero mientras sus elementos esenciales permanezcan los mismos por lo menos en las últimas esferas sociales; mientras sea capaz de creer, amar y esperar; mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el rocío de los cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple solidaria con las generaciones que la precedieron, aun puede esperarse su regeneración, aun puede esperarse que, juntas las almas por la caridad, tome a brillar para España la gloria del Señor y acudan las gentes a su lumbre, y los pueblos al resplandor de su Oriente.

El cielo apresure tan felices días. Y entre tanto, sin escarnio, sin baldón ni menosprecio de nuestra madre, dígale toda la verdad el que se sienta con alientos para ello. Yo, a falta de grandezas que admirar en lo presente, he tomado sobre mis flacos hombros le deslucida tarea de testamentario de nuestra antigua cultura. En este libro he ido quitando las espinas; no será maravilla que de su contacto se me haya pegado alguna aspereza. He escrito en medio de la contradicción y de la lucha, no de otro modo que los obreros de Jerusalén, en tiempo de Nehemías, levantaban las paredes del templo, con la espada en una mano y el martillo en la otra, defendiéndose de los comarcanos que sin cesar los embestían. Dura ley es, pero inevitable en España, [1040] y todo el que escriba conforme al dictado de su conciencia, ha de pasar por ella, aunque en el fondo abomine, como yo, este hórrido tumulto y vuelva los ojos con amor a aquellos serenos templos de la antigua sabiduría, cantados por Lucrecio:
Edita doctrina sapientum templa serena!
M. MENÉNDEZ PELAYO
Balseiro, Manuel
Balseiro, Manuel


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