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Las cosas que se pierden

miércoles, 06 de junio de 2012
Cuando uno, ya abocado por las circunstancias, ya por decisión propia, abandona su entorno, sufre una transformación tan profunda que tanto él, como aquello que tanto amó, experimenta un cambio tal que, incluso las cosas que como los edificios conformaban su hábitat, han desaparecido y un trozo de su corazón ha muerto con ellos. Y mueren tantas cosas bellas como eran la confianza, el mutuo aprecio y la complicidad con los amigos y vecinos.

Nadie es culpable de ello y, sin embargo, algunos de los que emigran culpan al medio o a los amigos, como si aquella decisión suya, tomada en su día, hubiese sido responsabilidad ajena; cuando, en realidad, es una decisión propia causada con seguridad por la falta de oportunidades de desarrollo personal, de la que no se libra la acción política. Y aquella culpabilidad de los “otros” justifica reacciones negativas, desprecios, incluso odios como aquella triste frase que tuve que oírle a un vecino: “A terra que non da de comer ós seus fillos,non é terra nin a mai que a pareu”. (Traduzco: La tierra que no da de comer a sus hijos no es tierra ni la madre que la parió) Y es esa distancia, a veces definitiva, la que coloca al individuo unas gafas que él considera más objetivas para analizar la realidad del añorado entorno y encontrarle una serie de defectos y se obsesionará para corregir. Unas perspectivas nuevas, con los ángulos que supone ver la vida desde una nueva atalaya, ni más alta ni más baja, y con las ventajas e inconvenientes que ello conlleva.

Mientras unos sufren o disfrutan un mundo nuevo, otros, los nativos, sufriendo y disfrutando también, se sienten traicionados y creen haber perdido al amigo, al compañero, al vecino. Traición a aquellos lazos de amistad, a la tierra, sea ésta Galicia o cualquier otra. Traición a los sueños compartidos y siempre un reproche como aquel:”Quen se creerá él que é”. (Quien se creerá que es) Como achacándole menosprecio de lo suyo, cómo negándole la posibilidad de que pueda triunfar y, si llegase a suceder, pocos serían los que realmente se alegrarían sinceramente. (Observe el lector los muchos sacrificios que han de realizar los triunfadores y lo poco que se valoran por parte de la gente) Y es así como transcurre la vida que, al fin y al cabo, es sólo un tiempo de sueños, trabajos, un poco de descanso y un otoño de dolores. (Salvando las excepciones).

Después aquí quedó todo, absolutamente todo. Por ello, conviene vivir con armonía y, llegado el reencuentro, limar las asperezas, porque la incomprensión mutua ha creado unas fronteras culturales o ideológicas que es preciso derribar huyendo de radicalismos extremos que, desde la religión a la política, enturbian las relaciones fraternales que tanto unían.

Yo, que siempre huyo de reflexiones ajenas, echaré hoy mano de aquello de que los caminos son inescrutables o lo de los renglones torcidos para abrir una puerta al libre albedrío, que es lo mismo que decir: hablemos con franqueza, dejemos de reproches mutuos para construir, con el dolor de ambos lados, el puente que recobre los tiempos añorados en los que la simbiosis era tan fuerte como los lazos familiares y troquemos aquello que, durante años era envidia malsana, en nueva oportunidad de vida en común.

Huyamos de los tiempos en que nos realizábamos reproches mentales y uno y otro se achacaban cosas como apatía, abandono, comodidad…a cambio de “sabelotodo”, presunción o soberbia. Eran monedas de reproche intercambiables que, siendo ya mayores, sólo se usan en las confidencias.

Aquella complicidad de los años de vida en común en los que se alegraba uno de la feliz convivencia, se trocan ahora en un cortés e hipócrita “soportarse”. De un lado y de otro. Y, terminado el reencuentro, pasamos a separarnos rumiando defectos mutuos ¿Por qué no confesar que crecemos y evolucionamos en muchas cosas, pero no todas sanas. Por ejemplo, la sinceridad se esconde abiertamente, se refina la verdad y se convierte en delicada mentira, la amistad en encantadora sonrisa de saludo, el estatus en fuente de envidias, las complicidades en presuntuosas fanfarronadas…

¡Qué pena aprender a madurar para ser hombres o mujeres de provecho! Porque, en realidad nada es aprovechable de tanta mentira y, por otra parte, nada de todo eso resulta importante. Es por ello, que debiéramos ser más comprensivos, más tolerantes, más sinceros, recuperando lo que nos unió y nunca debió separarnos. Porque, si bien aquí cada cual tiene su camino, también es cierto que aquellos tiempos, ya que no podemos recuperarlos, al menos merecen de nosotros el respeto a su espíritu y el esfuerzo por la confianza mutua. Y así la vida se recorre mejor, sin arenilla en los pies y con la verdad usándola y sacándola de los corazones.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


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