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Y ahora … qué?

viernes, 30 de marzo de 2012
ATALAYA.

Ya pasó el 25 de marzo, ya pasó lo que pasó en Asturias y Andalucía. ¿Y qué pasó? Pues, aparentemente, nada. Todo parece seguir como estaba. Sin embargo ¿podemos afirmar sin temor a equivocarnos que todo sigue igual? En cuanto a lo que se refiere al reparto ideológico, si lo reducimos a una diferencia entre izquierda y derecha –lo que en sí mismo no deja de ser una arriesgada abstracción- sólo pequeñas diferencias encontraremos en cuanto a la suma de los escaños obtenidos por cada uno de ambos bandos. Pero sí han ocurrido cosas. Lo de los votos y el reparto de escaños ya lo conoce usted, mi querido amigo, y mi atalaya de hoy no pretende referirse a eso. Lo que despierta mi interés de hoy y de estos pasados y próximos días, son otras cosas: sus causas y sus consecuencias.

Comenzando por Asturias, mi otra querida y entrañable matria. Toda una movilización propagandística, toda una escenificación de rencillas y desavenencias tribales, con una utilización prevaricante de los recursos públicos, tanto en coste monetario como en la distracción de la capacidad de las personas que, en lugar de dedicar su esfuerzo y su inteligencia (me temo que de esta segunda, andan todos muy escasos), a la función de ordenar y mejorar la vida de los asturianos, han dedicado unos y las otras, a malgastarlos inmisericordemente, provocando la desafección de sus conciudadanos. Que casi la mitad del censo no hubiese acudido a votar nos permite deducir tal desafección ¿no le parece a usted? Las causas comienzan en la acomodada instalación de los dirigentes del Partido Popular, convirtiendo su función de oposición en una auténtica profesión durante varias legislaturas; continúan con la incapacidad para lograr una candidatura única, entre afines (muy afines podríamos decir) que afrontase las elecciones del pasado año con garantías de mayoría absoluta; y culmina con la esperpéntica convocatoria de elecciones anticipadas, confirmando la referida incapacidad de los interpares para evitar el ridículo.

Sí, lector, ridículo; porque no otra cosa significa que ambos interpares hayan sido derrotados por el espectador que, sentado a la puerta de su casa, ha esperado el paso de los cadáveres de sus rivales. A este otro espectador que le escribe a usted, mi querido amigo, tales interpares le parecen auténticos cadáveres, políticos, claro. En este preciso momento, desconozco hacia donde se inclinará el cuarto y novedoso protagonista de esta historia. No importa, el hecho verdaderamente notable es que los reiterados interpares han “mandado a volar”, así dicen los españoles de México (algún día le diré el por qué me gusta este gentilicio) todo su potencial. Y estas son las consecuencias: la desafección de los votantes, muy especialmente de los suyos propios, una más que probable entrega en bandeja del gobierno del Principado a los socialistas y, con ello, el retorno al mando de los que no han sabido hacer otra cosa que conducir a Asturias a la situación en la que se encuentra. El efímero período Cascos es sólo una anécdota más de toda esta ridícula historia ¿Obtendrá alguien alguna enseñanza de esto?

El caso de Andalucía es diferente. El grado de desafección de los votantes del Partido Popular es semejante al asturiano, pero sus causas no me parecen iguales a las que provocaron la catástrofe de la comunidad norteña. Aquí es cierto que los populares crecieron respecto a la situación precedente, poco, pero crecieron; sin embargo, el fracaso es evidente al no lograr la mayoría absoluta que se les pronosticaba por la práctica totalidad de los “augures” de la cosa, y que ellos mismos se creían ¿Qué fue lo que provocó entonces la desafección de los casi 500.000 votantes que, según los analistas, dejaron de votar al Partido Popular, en relación con las pasadas elecciones generales? Esos, más los que completan la diferencia entre la participación media y la que realmente se ha producido. ¿Por qué todos esos votantes que se esperaba que provocaran tal vuelco en la situación política andaluza se abstuvieron de hacerlo?

Déjeme lector omitir el enorme deterioro que los escándalos de corrupción y clientelismo, si viviéramos en una sociedad consciente, por si solos habrían hecho desaparecer de la esfera política a quienes los hicieron posibles (este comentario lo hago extensivo a cualquier formación política y a cualquier territorio, eh, no se crea usted otra cosa), y déjeme apuntar hacia lo siguiente: El enfado producido por la inesperada, inútil a todas luces, pero sobre todo, injusta, subida del impuesto sobre la renta, y la fallida jugada de demorar la presentación de los Presupuestos Generales del 2012.

Respecto de lo primero, ya se ve que no se está recaudando más, ya se vió que tampoco sirvió para ganarnos la confianza de lo que se dicen “mercados” (este atalayista, atalayino, o mejor aún, atalayente, se permitió la osadía de denunciarlo así en su momento), y sí en cambio para crear un malestar generalizado porque la opinión pública entendía, y entiende, que no era ahí por donde había que comenzar la cirugía; sí en cambio en muchos otros aspectos sobre los que desde esta columna ya se hizo cuestión.

Y respecto de lo segundo, en vez de someter al Parlamento a su debido tiempo un proyecto de Presupuestos en el que estuviesen contempladas ya TODAS las medidas quirúrgicas que la situación requiere, pues no se hizo así, se demora tres meses, se adoptan algunas medidas que no pasan de ser remiendos que ahora hay que modificar, y se escoge un perfil de baja agresividad incapaz de contrarrestar la propaganda izquierdista basada en el “que viene el lobo”. Y así resultó la cosa. ¿Alguien habrá obtenido alguna enseñanza de esto?

Mire, querido lector, no sé cuál será su experiencia vital, pero la de este atalayente consiste en lo siguiente: Siempre que demoré, o aún peor, no tomé las decisiones que correspondían, pretendiendo con ello disminuir eventuales tensiones, obtener consenso, y, hasta en última instancia ganarme la simpatía de los circunstanciales afectados ¡¡¡FRACASO ABSOLUTO!!! Ni conseguí disminuir las tensiones, ni obtuve el consenso esperado, y, para colmo, si ya no resultaba simpático, encima, pasé a ser considerado tonto.

Moraleja, para quien quiera, o pueda, extraer algún aprendizaje: No se deje nunca de hacer lo que haya que hacer, y cuando haya que hacerlo, por dificultoso y arriesgado que parezca. De lo contrario, las consecuencias resultan peores que los temores. Sr. Rajoy, usted verá, pero desde aquí me tomo la libertad de insistir en lo de siempre: ¡Haga lo que deba hacer!, sin temor y sin melindrosidades que a nada bueno conducen. Así sí que se gana confianza. Salve, una vez más.
Balseiro, Manuel
Balseiro, Manuel


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