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II. A la búsqueda del lector

martes, 14 de febrero de 2012

En 1970, el grupo de investigadores de Constanza, con Jauss a la cabeza, alcanza en el intricado laberinto de la Historia Literaria un valioso hallazgo: la resurrección del lector. Desde entonces, la prevalencia del texto es sustituida por la supremacía de la lectura: es, de nuevo, la hora del lector.
Unos años antes el autor ya había sido preterido a favor del texto, y ahora más que de aquella muerte, casi olvidada, se nos alerta con la defenestración de la textualidad. Y así nos lo resume Pozuelo Yvancos “La propia objetividad textual es creada por la lectura, de modo que la recepción, interpretación y límites del objeto artístico- literario son vertientes de la misma cuestión”.
Procurando eludir aquí la pulcra rigidez de las teorías literarias me gustaría, con arbitrariedad, ir más allá de la ambigua delimitación literaria hacia una polifacética interpretación de la lectura de cualquier discurso como acto comunicativo en el que el lector es un eficiente destinatario: el artífice de una práctica social que lo implica individualmente.
En la relación entre Literatura y Público, tal dependencia ha sido estudiada por la Sociología desde hace años. Baste recordar el éxito popular de los folletines por entregas del siglo XIX y el de las novelas de Balzac, Dickens y de Benito Pérez Galdós, o la inaudita repercusión comercial de los bestsellers actuales de Larsson, Brown, Rowling, Pérez Reverte o Ruiz Zafón. Nos movemos, también hoy, en la curiosa necesidad de literaturas al uso, que tal vez colman el “horizonte de perspectivas lectoras” que la avidez del lector común exige, y las diligentes Editoriales constatan y, con devoción, promueven, a favor de una universal cultura de consumo.
Si volvemos a la “estética de la lectura”, a la que nos referíamos al comienzo, frente al lector teórico, pasivo, inconsecuente, tal vez debiéramos inclinarnos por el lector autobiográfico de E. Lledó, un lector real, concreto, que goza del placer del texto y para el que, nos dice don Emilio, “la lectura es una praxis, una forma de realizarse y de vida, una forma de ser a la que se ha llegado, con el etéreo diálogo de su propia interpretación.” Cualquiera que sea, añadiríamos con gratuidad, la calidad lingüística o gramatical de la obra.
Ya decíamos en una aportación previa, cómo todo escrito existe sólo para el posible lector, y cómo queda pendiente de la subjetividad de ese receptor que complete la voluntad del autor, que rellene o concrete las potencialidades y vacíos dejados por éste, al azar o voluntariamente, en el curso de su escritura. Es el lector quién recoge y utiliza el discurso ajeno, el que lo asimila según le suene en sus oídos y en sus expectativas, en ocasiones por cierto, lejos de las intenciones del escritor.
Entendemos que lo ya dicho nos sitúa en la capacidad de intelección del lector medio o del graduado escolar, en un país de educación obligatoria: lector de cuentos o novelas, de tiras cómicas, informes periodísticos o crónicas deportivas. Pero si pretendemos precisar más y comprender el texto escrito en un horizonte de lectura actual, mencionaremos, y a eso queríamos llegar, al lector digital, el que recurre masivamente al ordenador (herramienta disponible ya por el 90% de los jóvenes), el que emplea unos peculiares métodos de lectura, el lector virtual que se acomoda al buscador y pretende así tener “todo” a su alcance, indagar una cosa, un tema y privarse o alejarse de lo demás, quizá para evitar una lectura complicada o un esfuerzo sobreañadido .
Lo esencial de todo esto, y suele olvidarse, es que la mayor parte de los contenidos de Internet son de información escrita “destinada a ser leída”, y requiere experiencia lectora, más aún: reclama una manifiesta habilidad lectora. El tener “todo” a tu alcance, exige una premisa obligada: haber leído, pues “ni siquiera el ordenador está capacitado para compensar la ignorancia, ¿cómo buscar lo que se desconoce?” (Luis Goytisolo).
Convengamos en que si no hay duda de la absoluta necesidad de Internet en el campo científico o académico, se tiende también hoy a su uso profuso y rutinario como información y entretenimiento, sobre todo por la juventud, la cual se sirve para ello de un lenguaje abreviado, rápido, muy conciso: un léxico esquemático y de simplificada gramática que, por desgracia, dañan el lenguaje normal o estándar al hacerse de ese modo telegráfico, sobresaltado, objeto de zapping o de navegación por la Red.
Por descontado que estamos inmersos en una nueva Era, que el imperio de Internet ha supuesto un cambio trascendental en la comunicación, el ocio y la cultura, cambio tan memorable como lo fue, nos lo recuerdan los críticos, la sustitución del rollo de papiro por la tablilla (el libro encuadernado) en el siglo primero d.J., o las consecuencias derivadas en el saber y en la vida corriente del descubrimiento de la imprenta por Gutenberg, a mediados del siglo XV. Lo fascinante es que ahora, con la invención de Internet, en apenas 20 años, se ha almacenado al alcance de cualquier interesado el acervo cultural escrito de la Humanidad habido a lo largo de los siglos; y se ha puesto a disposición de un potencial usuario el contenido de las más prestigiosas bibliotecas del mundo, desde la de Alejandría al de las actuales Universidades norteamericanas.
También es evidente, para concluir, que se han generalizado unas nuevas formas de comunicación interactiva en la Red, en general de contenidos no muy relevantes, que culminan en los “diarios digitales personales”, siempre breves, no vaya a ser que “el ciberlector se canse y cierre la página”. Hasta tal punto es así - curiosamente cuando se ha vuelto a la trascendencia del lector, como decíamos al principio de este artículo - que existe ya el peligro de que el ciberlector de hoy y, desde luego el del futuro, renuncien a la lectura convencional y elijan otros tipos de información: que prefieran los fotomontajes, por no citar la desviación hacia otros relatos audiovisuales (el cine, los vídeos), es decir, que opten por la cultura de la imagen, la obligada e inabarcable ya “pantallocracia”.


Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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