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Paseo por un camino rural

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Salgo de casa, bien calzado, tras un desayuno de café y tostadas, dispuesto como es costumbre a realizar un paseo saludable - con el sentido hipocrático de que el ejercicio es alimento para los miembros y la carne, y sueño para las vísceras -, sin prisas ni mayores esfuerzos, y una meta: el añorado bosque del Novás. Cruzo por delante de la iglesia parroquial de Santa Eulalia mientras suenan las campanas, con triste monotonía, por el aniversario del finamiento de un vecino. Tomo la carretera de Villasobroso que deja a la derecha, sobre un montículo, el cementerio donde descansan los restos de nuestros allegados que se deshacen en polvo amado; a la izquierda sobrevive, restaurado, el molino de Luis. Caminando, dejo atrás el antiguo matadero para desviarme hacia el campo de fútbol de la Lagoa, en el que tanto disfruté de joven, cuando no había allí césped sino tierra, en ligera cuesta, y eran precarios los vestuarios.
Abandono la vía asfaltada y prosigo mi verdadero paseo por una senda forestal, entre pinares: viejos pinos, unos, y recién plantados, otros, en bien alineadas plantaciones. Atenuados quedan atrás el ruido de los coches y los chirridos de la serrería, y me dispongo ya al sano disfrute de tan benéfica actividad, y si no a cantar, que también, a celebrar el paisaje, y a divagar. El terreno se hace descendente y cómodo, es primavera y luce un sol suave y acariciador que facilita el sosiego.
Siento la voz de la tierra a la que como gallego profeso lealtad, y sospecho que en su sencillez quizá se encierre el secreto de lo auténtico y duradero, de lo permanente. Se percibe aquí, en esta caja de sorpresas que es el campo, el indefinido latir de la vida, de las plantas y de los insectos y animalillos apenas visibles que pueblan la vereda y los ribazos, en tanto, por unos momentos soliviantan el pinar bandadas de chillones cuervos.
Desde este camino forestal, adornado de múltiples hierbas silvestres de desconocida denominación (ignorante que es uno) se vislumbra a lo lejos, sobre un cerro, el castillo del Sobroso, atalaya memorable en la historia de la Galicia sureña y por las leyendas que albergan sus alrededores.
Continúo despacio mientras el espíritu parece esponjarse, pues como alguien ha dicho, en tal sentido, el pensar caminando es para el hombre un paseo del alma. La soledad facilita el despertar de la conciencia en la libertad sin límites que ofrece lo natural. Y no sé si en este hermoso escenario que contemplo y que apacigua la mente, se me acercará Dios, pero incluso los voluntariamente agnósticos percibirán, sin duda, el humus nutricio de la tierra que nos conforta en el consuelo y en la esperanza, y que todos sintamos con una gratitud íntima y festiva.
Sigo caminando. Los gallegos, respondemos a quiénes nos saludan, ¿Qué tal te va?, “vamos andando”, con familiar escepticismo. Y a tal respecto, escribía el siempre magistral Otero Pedrayo: “De jóvenes, pensamos caminar los caminos. Bien pronto nos damos cuenta cómo ellos nos caminan a nosotros”. Y de un anciano dícese que está muy andado, que se encuentra muy “andadiño”. E insiste:”En las primeras emociones del niño y en los últimos recuerdos del viejo, siempre hay un camino”.
Discurro por historias y ocurrencias, por filosofías de campesino (y sobrevenido urbanita) mientras deambulo sin mayor apremio, en leve paseo que no caminata ni militar marcha, “en el antiquísimo ir a pié, divinamente bueno, hermoso y sencillo, por el apacible camino rural: caminar bajo el dulce y cálido aire”, decía Robert Walser, el inolvidable poeta (y paseante) suizo, cuyas palabras sobre el arte del andar, hago mías.
Y andando llego, por fin, al bosque deseado, al bosque renacido milagrosamente de un devastador incendio, cincuenta años atrás, que la Naturaleza va recomponiendo de manera lenta pero inexorable en desigual masa arbórea. A la entrada, encuentro un umbroso bosquecillo de árboles de ribera en torno a un doble manantial de mínimas aguas, cuyos dos regatos consecuentes divergen, abarcando entre ellos un recinto alfombrado de profusas hiedras. Fresnos, alisos y unos pocos, elegantes y rectilíneos eucaliptos que buscan la luz en lo más alto, circundan el penumbroso espacio que induce a imaginar un lugar misterioso, casi de cuento infantil, cuyo silencio sólo rompen los cantos de los pájaros, las cortezas de los eucaliptos al desprenderse o el susurro de las ramas cimeras alarmadas por una ligera brisa.
Después de descansar sentado sobre el muñón quemado y cubierto de musgo de un viejo roble, desciendo entre otros especímenes ribereños de desordenada ubicación y por una maraña de helechos arborescentes y zarzales. Tropiezo con un único e inesperado alcornoque y con plantas arbustivas diversas en la plataforma, antiguo prado, que termina en el río Sabriña, cuando sus aguas de avenida reposada se tuercen en abrupto giro hacia el sur, saltan el roquedo en sonora cascada, para dirigirse, río abajo, hacia el puente de Hornes y el Escobeiro, y abandonarse, sin duda con arrumacos, en el maternal Tea, en Mondariz Balneario. Al lado de la cascada, se inicia la salida lateral de las aguas de la levada que aportarán alivio a las huertas y maizales del pueblo. En estos márgenes del rio crece abundante la flora fluvial, y los fresnos y álamos celebrados por los cesteros de la zona.
Con menos dificultades me desvío hacia otra parte del bosque, más extensa, que corresponde a un robledal, de autóctonos robles nacidos al azar, crecidos como ejemplares únicos o irregularmente agrupados. Al fondo, alcanzo unos pinos que bordean el muro y el sendero separadores de otras pinedas vecinas.
Regreso al bosquecillo de la entrada, al recogido “santuario” propicio al gozo de la quietud afable y renovadora, pero me lamento de no disponer más que de unos minutos para una pausa y beber unos sorbos de agua. Y salir ya, algo precipitado, a la brillante luz del camino, antes de que la fascinación del escenario me hechice y retenga para siempre. Un pájaro parece despedirme con su cantarina voz alejándose en busca de su cálido escondite.
En el paseo de vuelta me encuentro con un amigo que trata de adiestrar sus perros para la caza. Por cierto, es la única persona que he visto en este último tramo. El paseo sigue siendo placentero, aunque a veces la senda sea ascendente. El paso se hace más vivo al llegar a la carretera, y a la vista de la villa el caminante se vuelve más rutinario al pensar únicamente en que la comida le espera, a la hora acostumbrada.

Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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