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La Rubia del General

domingo, 15 de julio de 2001
La Rubia del General Entre el Bar Lemos del señor Silverio y el Bar Ponte de la Marité (alterne fino), en una centenaria casita de piedra de la Ruanova, nací y crecí (poco, pero crecí). Frente a ella estaba situado el viejo caserón que albergaba el Gobierno Militar de la Plaza. En su lugar se construiría, años más tarde, la primera ampliación del Museo Provincial.
El General-Gobernador ocupaba la parte alta del edificio, con su familia, mientras que las inferiores se dedicaban a oficinas militares y cuerpo de guardia. El edificio disponía, además, de un recoleto jardín con espléndidos árboles; entre ellos un imponente magnolio que aún hoy adorna la plaza situada a espaldas del Museo, presidida por una monumental chimenea, conventual y franciscana.
Corrían los años cuarenta. A la caída de la tarde se producía el relevo de la guardia, formando ante la fachada principal los dos pelotones (entrante y saliente) para rendir honores a la Bandera, que se arriaba mientras sonaba el Himno Nacional, vigorosamente interpretado por cornetas y tambores del Regimiento de Caballería. Naturalmente, los chavales disfrutábamos mucho contemplando esta sencilla -pero emotiva- ceremonia que se repetía todos los días, al tiempo que nos regocijábamos ante las evoluciones y ocurrencias del inefable Luis “Leriele”, que nunca faltaba. Luis siempre había deseado ser soldado, pero nunca vio cumplida su ilusión a causa de los desarreglos mentales que, ciertamente, padecía.
Aquel Gobernador, además de un excelente general, era un excelentísimo vecino, afable y sencillo, que se había incorporado con naturalidad a las costumbres y tradiciones de la ciudad. Así, después del relevo de la guardia, acostumbraba a salir de paseo con su mujer, mezclándose con el resto de los ciudadanos que, en aquel tiempo, se empeñaban en gastar las medias suelas de sus zapatos sacándole brillo al asfalto de los Cantones y la calle de la Reina.
Bien conocía Luis esta costumbre, y todos los días aguardaba a que saliera el general para cuadrarse ante él con un sonoro taconazo y el saludo de rigor: “¡A la orden, mi general!” El jefe militar solía responderle con una sonrisa y una pequeña propina para tabaco, consistente en unas pesetas rubias que siempre llevaba en el bolsillo para este menester. La operación se había convertido en una costumbre y hacía feliz a Luis, que se marchaba dando saltos y palmoteando de contento… Pero un domingo que salía el general con su esposa para asistir a la misa de doce, al meter la mano en el bolsillo se encontró que no llevaba las acostumbradas “rubias”. “Lo siento, Luis -le dijo-, no llevo suelto en este momento; te quedo a deber la propina”. Luis se cuadró, con el acostumbrado taconazo, y se marchó bastante contrariado y nervioso, con sus grandes zancadas y palmoteos.
Después de la misa, el general y su mujer se reunieron con unos amigos que habían venido a Lugo a visitarlos, acompañados de sus esposas, y todos juntos iniciaron el reglamentario paseo por la Plaza de España, antes de tomar el vermú. De pronto apareció Luis, muy excitado, se plantó ante el militar y, después de saludarlo, le espetó: “¿Y la rubia, mi general?, ¿dónde coño dejó la rubia?”… Ya se pueden imaginar la cara de asombro de los amigos y el sofoco de sus señoras, que se imaginaban cualquier cosa. Hasta que el general y su mujer -cuando pudieron dejar de reír- les explicaron la cuestión.
Ni qué decir que, aquel día, Luis se llevó una doble propina por la ocurrencia, marchándose más contento que unas pascuas hacia el templete, para asistir al dominical concierto de la banda municipal, que era otra de sus grandes aficiones, junto con la de unirse a las comitivas fúnebres, que solía amenizar con sus esperpénticas evoluciones.
Sánchez Folgueira, Gonzalo
Sánchez Folgueira, Gonzalo


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