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Una librería en el recuerdo

sábado, 09 de marzo de 2002
Recuerdo que mi primera visita a la Librería Alonso fue para proveerme de pizarra y pizarrillo. Me acompañaba mi madre. Allí nos atendió una jovencísima Maristela, que ya entonces atendía a los clientes con su habitual sonrisa. Pronto notó que me gustaba el dibujo, llevándome a un rincón donde tenía una colección de láminas de Emilio Freixas, que me permitió contemplar detenidamente mientras charlaba con mi madre. Me fui muy contento, con mi primer juego de lápices de colores y chupándome un caramelo que me regaló Maristela.

-Aprendí las primeras letras con un maestro represaliado, que se ganaba la vida dando clases en su domicilio a los niños del barrio. Tenía muchos alumnos, ya que aún no existía oficialmente la enseñanza preescolar. Todo el mundo lo conocía por el señor Sánchez y vivía en la Rúa da Tinería, un poco antes del pasadizo llamado O Pombal. Don Columbiano (que ese era su nombre de pila) era hombre corpulento, de ademanes suaves y castellano de origen. Su mujer la señora María, le ayudaba en los quehaceres pedagógicos y él, a cambio, se encargaba de hacer la compra todos los días.

-Cada mañana recibía a sus alumnos personalmente. Nos esperaba en la puerta de entrada y, a medida que llegábamos, nos besaba en la cara dedicándonos un “buenos días, hermoso” (o hermosa, porque las clases eran mixtas). A su lado siempre estaba la señora María, con las gafas en la punta de la nariz y sonriendo dulcemente.

-Él nos enseñaba aritmética, geografía y gramática; ella nos daba lectura y caligrafía. Recuerdo muy bien que los jueves por la tarde tocaba geografía. Situado ante el mapa que correspondiera, don Columbiano iba nombrándonos uno a uno, señalando con el puntero cabos, golfos, cordilleras, ríos y mares, cuyos nombres debíamos pronunciar sin titubear. Cuando la respuesta era equivocada – o tardaba demasiado – el puntero aterrizaba dolorosamente sobre nuestras rapadas cabezas. En la clase de aritmética no utilizaba el puntero, por ello, cuando la respuesta era equivocada, solíamos recibir un sonoro bofetón. A veces, cuando el que no sabía la lección era reincidente, el señor Sánchez pronunciaba esta frase fatídica: “María, tráeme la estilográfica” (la estilográfica era un grueso y corto palitroque, al que sacaba brillo distraídamente cuando, en mitad de la mañana, nos concedía un descanso). Luego le pedía al chico que recitara el Padrenuestro y cuando éste terminaba le decía: “pues igual que sabes el Padrenuestro tienes que saber la lección de Matemáticas”. Y rubricaba la frase utilizando la estilográfica sobre la cabeza del chaval. La señora María sufría en silencio y, en más de una ocasión, vimos como le caían las lágrimas.

-Ella nos leía –y nos hacía leer – biografías de hombres ilustres, y vidas ejemplares: literatos, jurisconsultos, polígrafos, eruditos, científicos, poetas, descubridores y caudillos. Con ella aprendimos a recitar las fábulas de Samaniego y las rimas de Bécquer, con las pausas, el ritmo y la entonación adecuados. La señora María era un regalo de Dios.

-Primero aprendíamos a escribir con el pizarrillo. Cada uno tenía su propia pizarra, de la cual pendía un trapito para borrar. Luego, en su momento, pasábamos a perfeccionar nuestra letra utilizando plumas de caligrafía, y libretas con tapas de hule. Uno a uno, nos íbamos acercando a ella diciéndole: “señora María, ¿me pone la muestra?.

-Pasaron los años y, mientras crecía, seguí visitando la Librería Alonso, cuando mis escasos recursos económicos lo permitían. Primero fueron los libros de cuentos y los de estudio. Más tarde, el primer equipo de acuarelas y el primer estuche para dibujo lineal. Después vinieron El Coyote, Zane Grey, Salgari, Julio Verne, Conan Doyle…

-Los últimos libros que adquirí en la Alonso fueron: Relatos cómicos (de Allan Poe), Los espejos paralelos (de Néstor Luján), y Madera de Boj (de Camilo José Cela). Ellos me recordarán la vieja librería, cada vez que los tenga en mis manos.

-La Alonso era una librería que formaba parte de nuestro paisaje cultural, regentada por una entrañable familia. Pero, ahora, los tiempos son más propicios para negocios masivos en los que la relación humana se diluye, instalados en grandes superficies comerciales y gobernados por distantes consejos de administración.

-Tendremos que ir acostumbrándonos a ver como, por cada librería que cierra, brotan cinco nuevas oficinas bancarias. Porque ahora las oficinas bancarias florecen en las ciudades, con la misma profusión que las estupefacientes amapolas crecen en los terrenos baldíos. Será porque las librerías no saben fusionarse, como los bancos. Y eso, en el nuevo orden económico, supone la muerte.
Sánchez Folgueira, Gonzalo
Sánchez Folgueira, Gonzalo


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