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Por la Galicia francesa

martes, 09 de agosto de 2011
Por la Galicia francesa Bretaña es a Francia lo que Galicia a España, ambas están situadas en la esquina noroeste del continente, ambas tienen un clima fresco y lluvioso, paisajes con toda la gama de verdes, costas entrecortadas en encaje o de puntilla, rías, población de lejano origen celta y sendos cabos Finisterre. El gallego es más imponente y está más al oeste. A él acudían para ver el fin del mundo conocido los peregrinos que iban a Santiago de Compostela al menos una vez en su vida.

Galicia y Bretaña son tierras de emigración, las dos son eminentemente agrícolas, pesqueras y atlánticas, volcadas hacia el mar, las dos cuentan con lengua vernácula –el gallego y el bretón-, sus respectivos pueblos mezclan religión con leyendas, las dos tienen un fuerte carácter propio irrenunciable, realzan las encrucijadas de los caminos con cruceiros y “pardons” (Perdones), son regiones o naciones geográficamente distanciadas pero de vida inesperadamente paralela.

Port-Louis podría ser una muestra representativa de Francia, una Francia a muy pequeña escala, reproduce muchas de sus características.

Como cada año desde hace algún tiempo, tengo la costumbre de pasar unos días en verano en la casa de mi familia francesa al lado de Port-Louis (departamento de Morbihan, cerca de Lorient), casa que tiene un jardín delante con gran variedad de flores, hortensias naturalmente incluidas, y un jardín y huerto detrás como es tradición, ambos con la banda sonora de los graznidos de las gaviotas que suben del mar, siempre soplan brisas o vientos por allí.

Villa histórica ésta de Port-Louis llamada Port Liberté cuando la Revolución Francesa que cuenta con orgullo con una ciudadela o plaza fuerte de las mejores de Bretaña levantada y amurallada por ingenieros de las tropas españolas en tiempos de Felipe II, una joya de la arquitectura militar que ha sido conservada intacta a pesar de la turbulenta y cambiante historia del lugar a través de los tiempos.

En el lejano 1590 el general español Juan del Águila al frente de 300 hombres se apoderó del puerto de Blavet, hoy Port-Louis, acudiendo en ayuda del duque de Mercoeur, su aliado de la Liga Católica durante una de las muchas guerras de religión que asolaron a Europa y después se instaló con su guarnición en el estratégico enclave como gobernador a lo largo de ocho años. Tras el asedio y saqueo de la tropa - existe la leyenda de que las doncellas de Port-Louis prefirieron arrojarse al mar antes de entregarse a los españoles-, el arquitecto Cristóbal de Rojas dirigió las obras del Fort de l’Aigle (Fuerte del Águila, en honor al apellido del gobernador), una edificación que ha llegado hasta nuestros días sin menoscabo, tal era el arte y la técnica de los ingenieros españoles de hace más de 500 años. La obra cubre por entero una pequeña península fortificada, con sus bellos ocho bastiones a la española y su puente levadizo fijo sobre el foso circundante, conjunto que impacta cuando se ve de cerca e impresiona en las postales turísticas, ahora que puede ser fotografiado desde el aire.

Allí doy rienda suelta a mi segunda naturaleza lingüística, mi doble personalidad de hecho, francesa y española que se une con toda naturalidad a la gallega, sin que ello me suponga ningún trauma personal sino al contrario un enriquecimiento ya que me considero gallego, español y francés por familia y cultura sin que tenga la necesidad u obligación de elegir. Y si lo hiciera, me inclinaría por el eclecticismo, por ser europeo, cosmopolita por añadidura. Un inciso: en el paroxismo de estas cuestiones nacionalistas de diferenciación de orígenes, bajo el seudónimo de Jaime de Andrade, Franco escribió -sí, sí, escribió- una novela, “Raza”, llevada después al cine por José Luis Sáenz de Heredia encomiando los supuestos valores de la raza española, según él, abnegación y religiosidad, que reproducían el ideario del régimen impuesto tras la guerra civil, el nacional catolicismo, remedo del nacional socialismo alemán de Hitler. Mi pariente cercano Augusto Assía, Felipe Fernández-Armesto (yo soy Sánchez Armesto), corresponsal durante la Segunda Guerra Mundial de “La Vanguardia” en Londres, fue el único periodista español aliadófilo, reticente respecto al nacional socialismo y solía decirme mucho más tarde socarronamente comentando la exaltación alemana de la raza aria que después desembocaría en el Holocausto: “Na nosa terra só se fai referencia á raza cando se fala da raza dos cas”.

Port-Louis, el nombre se lo concedió Louis XIII que reinaba en Francia por 1614, tiene como digo un precioso recinto almenado que bañan las aguas de la ensenada del Blavet. El pueblo circundante se extiende en la actualidad por una superficie de 1 km2 con una población de 3.000 habitantes y lleva hoy en día la más apacible de las vidas en torno a la Grande Rue (Calle Mayor), a su animado mercado semanal de tenderetes variopintos y a su feria mensual. Dispone del puerto pesquero de Loc-Malo y el De La Pointe, playa y camping como cualquier estación balnearia. El escudo de Port-Louis se compone de tres flores de lis sobre un ancla de plata, que simboliza la fundación de la Compañía de las Indias Orientales en 1664.

Todo vecino de Port-Louis va al menos una vez al día a la Grande Rue, generalmente a hacer la compra diaria, siempre de pescado fresco, recién salido del mar: ya sea merluza, rodaballo, reo, salmón, salmonetes, sardinas (hubo varias fábricas de conservas de sardina allí) , … Suelo ir con mi cuñado, Alain Le Meurlay, un excelente “cordon bleu” como su mujer Marie-Helène para la preparación y cocina de estos pescados. Cuando pasamos por la Calle Mayor, fiel al hábito francés, Alain da la mano todos los días a muchos de los que encuentra, me los presenta cuando no lo ha hecho en otras ocasiones, intercambia indefectiblemente unas palabras con cada cual en una costumbre diaria de gran convivialidad. Naturalmente, el pan –la “baguette”, “le pain de mie” (el pan de miga) o la “ficelle” ( barra sin miga)– no pueden faltar, nadie toma en Francia el pan del día anterior. La “Grande Rue” es a la vez salón y mentidero de la villa, no hay que darse cita, un día u otro se pasará por allí, ya sea a hacer algún recado, ya a a degustar unas crèpes” (filloas) regadas con sidra ácida o unas “coquilles de Saint-Jacques (conchas de Santiago, vieiras), el marisco más popular. Pero, atención, ni pulpo, percebes ni angulas pues los franceses, aunque se coman los caracoles, no tienen hecho el paladar a estas “delicatessen”.

También se acude a la Grande Rue a comprar periódicos en alguno de sus dos kioscos, periódicos franceses (también hay “El País”) en los que prima más el comentario que la noticia. De todas formas, es un festín: ya sea el sesudo pero solvente “Le Monde”, que sale por la tarde y lleva la fecha del día siguiente y que se negó hasta hace unos años a publicar fotografías para realzar el texto escrito; “Libération”, diario anarquizante que pertenece curiosamente al riquísimo magnate Rothschild; “Le Figaro”, rotativo conservador propiedad del constructor aeronáutico Dassault; el semanario satírico “Le canard enchaîné”, famoso por sus chistes y caricaturas de personajes de la actualidad y sus juegos de palabras, que desvela implacablemente todos los escándalos y sin el que no se puede entender la política francesa; o ponderadas revistas como “Le Point”, sin olvidar el diario regional bretón “Ouest-France”, que, basado en la información exhaustiva de los pueblos y comunas y con una sola página de internacional, muchas de deportes y la última dedicada al tiempo, principal tema de conversación, tiene desde hace mucho tiempo la mayor tirada de Francia, 800.000 ejemplares.

Como en todas partes, la prensa es en Francia el mejor trasluz de la vida cotidiana, su holograma.

Naturalmente, no podían faltar las librerías en esta calle axial y en el país más lector del mundo, que todos los otoños asiste y participa activamente en el fenómeno de la “rentrée” (vuelta de vacaciones) literaria, único en Europa, en el que se publican en torno a los 800 títulos nuevos, la mayor parte novelas. Y naturalmente, no podían faltar libros, guías y folletos sobre Port-Louis, muchos excelentes como el documentado “Chroniques port-lousiennes” (Crónicas de Port-Louis) lleno de datos históricos, planos, informaciones, bien elaborado por expertos. Francia no es un país ágrafo, se narra a si misma, como lo hace Port-Louis.

Además, el singular puerto alberga en su ciudadela el Museo de la Compañía de las Indias, expertamente instalado, que reúne colecciones y piezas únicas, muebles indo europeos, porcelanas de China, maquetas de buques, vajillas, esculturas, vestidos lujosos, traídos del Lejano Oriente, de África o de Asia en los siglos XVII y XVIII por los agentes de las compañías de comercio y expuestos ahora en Port-Louis.

Éstas son algunas de las notas que quería esbozar antes de mi viaje anual a la Galicia francesa, que nunca defrauda.
Acuña, Ramón Luis
Acuña, Ramón Luis


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