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Obama: cinco días para Europa

martes, 07 de junio de 2011
Ocurrió la semana pasada pero parece que ya fue hace un siglo, según la expresión al uso. Irlanda, Gran Bretaña, Francia y Polonia fueron etapas del viaje de Barack Obama, a una Europa siempre en crisis. El presidente de la primera potencia mundial vino a dar ánimos y a anunciar una ingente ayuda de 20.000 millones de dólares a los países europeos. Fue una gira destinada a estrechar vínculos entre Estados Unidos y Europa, que conforman un mismo mundo – Occidente- y defienden los mismos principios políticos, libertad y democracia. Con ello, pirmus inter pares, quiso reafirmar su propio liderazgo mundial.

Primero hizo escala en la República de Irlanda, gran emisor de emigrantes a América desde siempre como lo prueba la profusión de apellidos irlandeses al otro lado del Atlántico norte-. Irlanda se halla hoy en día en la estacada, es con Grecia y Portugal, uno de los tres países que tuvieron que ser salvados por la Unión Europea prácticamente con el agua al cuello. Su fondo de rescate asciende a la astronómica cantidad de 85.000 millones de euros, que dejaría endeudado al pequeño país casi para siempre. El destacado visitante, recibido como un rey mago, prometió a los irlandeses hacer todo lo posible para ayudarles a retomar el camino de la recuperación económica, pero, naturalmente, no hizo más precisiones por el momento. “Hoy soy más irlandés que nunca”, dijo queriendo tocar la fibra sensible de sus huéspedes al subrayar que la familia de su madre procede de la localidad de Moneygall, a la que rindió visita. La multitud le aclamó en Dublín, entusiasta, con el habitual lema de “Yes, we can” (Sí, podemos), una especie de mantra o fórmula mágica para superar dificultades. Pero dificultades e Irlanda son consustanciales, la nación isleña se ha visto en el pasado en mucho peores avatares, como cuando tuvo que librar una larga y sangrienta guerra hasta proclamarse república e independizarse de la monarquía británica en 1949, fecha histórica soberbiamente evocada en la memorable película de Ken Loach El viento que agita la cebada”, donde se describe descarnadamente la represión inglesa contra los irlandeses en 1920. Pues bien, ahora el momento en la también llamada Éire - cuyo pueblo sojuzgado por Inglaterra siempre despertó simpatía general - vuelve a ser casi heroico, esta vez por motivos económicos de supervivencia.

La segunda etapa del periplo fue Gran Bretaña, nación nutricia de Norteamérica, alfa de su idiosincrasia y carácter. El plebeyo pero todopoderoso invitado, de orígenes modestos, nacido en los confines del imperio americano en Hawai, descendiente lejano de africanos, fue recibido con todos los honores y parafernalia por la reina Isabel II de Inglaterra y se alojó en las mejores dependencias del palacio de Buckingham, reservadas a personajes ilustres. Al día siguiente pronunció un vibrante discurso de exaltación de la democracia parlamentaria ante los componentes de las Cámaras de los Comunes y de los Lores reunidos conjuntamente en el tradicional salón de Westminster Hall, del siglo XII, lo que hizo según pudimos comprobar por televisión, con su naturalidad y elocuencia habituales, con una sencillez desarmante. Obama y el primer ministro británico, David Cameron, se olvidaron de sus profundas diferencias de clase, de formación, de tendencia política –uno es progresista y otro, conservador- para destacar no ya la alianza especial entre Londres y Washington sino su alianza “esencial”, como la denominaron esta vez. Defendieron una suerte de preeminencia mundial anglosajona, asegurando que se mantiene en pie frente a otros poderes emergentes.

Se lo cuento tal como lo he visto y leído.

Sin embargo no se puede ocultar que uno de los países de esa alianza trasatlántica, la Gran Bretaña, pasa por momentos graves: un dato bastará para reflejar su mala situación: se cifra en 7.000 millones de euros la reducción necesaria del gasto público británico. Las cuentas no salen, es imprescindible que el “amigo americano” acuda al rescate, pero por ahora no se dijo cómo.
Cuando residí en los Estados Unidos, recuerdo que relativizaba los problemas europeos, los situaba en su verdadera dimensión. Lo mismo debe suceder y con mucha más razón con la agenda de Barack Obama, en la que hizo un hueco esta semana para Europa antes de volver al ancho mundo y retomar la que podríamos llamar agenda universal.

Así quedó claro con la reunión del “G-8” -los 8 países más ricos y poderosos de la comunidad internacional- en el bonito puerto de Deauville (Normandía, Francia), donde se dieron cita los mandatarios de los países más ricos y poderosos (EEUU, Rusia, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, Canadá y Japón), una especie de directorio mundial en el que se echa en falta los poderes emergentes de China, India o Brasil).

Esta “octocracia”, junto con las autoridades de la Unión Europea y la Comisión de Bruselas, pasó revista durante dos días a los asuntos más apremiantes que no son pocos y se detuvo especialmente en el esperanzado cambio de la “primavera árabe”, que el “G-8” decidió estimular con créditos a Egipto y Túnez por valor de 20 mil millones de dólares, una apreciable suma que será repartida a lo largo de los próximos tres años con garantías de que sirva para el desarrollo de la democracia.

Lástima que los regímenes autoritarios del área, Yemen, Siria y, sobre todo, Libia no sólo no entran en razones sino que sigan con su represión sangrienta que ha causado millares de muertos. Es el envés de la “primavera árabe”.

Así, antes de volver a los asuntos norteamericanos y mundiales, Barack Obama pasó cinco días en Europa de los que han dado amplia cuenta todos los medios de comunicación, la CNN, FaceBook, Twiter y las redes sociales, que nos facilitan información instantánea.

Fue un paréntesis europeo en las preocupaciones globales del primer mandatario tras China, India, Pakistán… Europa, la naricilla de Asia como dijo lúcidamente el gran poeta y ensayista Paul Valéry, está lejos de ser la medida de todas las cosas en el mundo según Obama.
Acuña, Ramón Luis
Acuña, Ramón Luis


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