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Túnez: Tras la rebelión de los Jazmines

miércoles, 02 de febrero de 2011
Tras su "rebelión de los jazmines", flores que adornaban las ánimas de los fusiles del Ejército en la revuelta, Túnez pugna por desmantelar, entre la inquietud y la incertidumbre, los vestigios de una dictadura de 23 años. Es una tarea ingente y ardua llevada a cabo a marchas forzadas que tiene en vilo al país magrebí.

Si cede ante la dificultad del cambio, desgraciadamente no estará sola, rodean al Mediterráneo un rosario de autocracias árabes, del Egipto de Mubarak al Marruecos de Mohamed VI pasando por la Libia de Gadafi o la Argelia de Bouteflika, con distintos grados de conculcación de libertades. Pues bien, en medio de todo ello, Túnez trata der evolucionar hacia la democracia.

Presionado por las continuas manifestaciones y protestas en la calle, el presidente tunecino, Fuad Mebaza, hubo de proclamar solemnemente una "ruptura con en pasado" y la justicia detuvo a 33 familiares y colaboradores del déspota caído. Poco antes, el primer ministro, Mohamed Ghanuchi, había amnistiado a todos los presos políticos, anunciado elecciones generales en el plazo de cinco meses e incoado la apertura de investigaciones sobre casos de corrupción. El partido único, llamado cínicamente Reagrupamiento Constitucional Democrático, antigua agrupación del dictador, una suerte de "Movimiento Nacional" a la tunecina (todas las dictaduras se copian), ha tenido que disolverse bajo la presión de la calle, gran protagonista de las revueltas, Deus et machina de la insurgencia. Fue la llamada revuelta de los jazmines y también de los "licenciados parados", menores de 25 años, con preparación pero sin futuro (uno de cada dos jóvenes no tiene empleo). Estuvo guiada por teléfonos móviles, televisión por satélite e Internet.

Tras casi dos décadas y media de poder omnímodo, Zine el Abidine Ben Ali, de 74 años, sucesor del padre de la nación, Habib Bourguiba, huyó del país ly se refugió en la rica Arabia Saudí levándose al parecer en un avión el último botín, una tonelada y media de oro de la Banca Nacional tunecina, según las agencias de prensa. Es un hecho bochornoso e insólito que corona un largo despotismo que se mantuvo por espurios intereses económicos de las compañías europeas, en particular francesas, y a pocas millas marinas de la democrática Unión Europea, que no movió un dedo para ayudar a esta nación a salir del atolladero con la excusa de no favorecer a un islamismo al acecho.

El estadillo de los fue cruento, acabó con un saldo de más de un centenar de muertos pero, por fortuna, no desembocó en un baño de sangre, como se temía. Aunque no lo hiciera así la policía, el general Rashid Amar, jefe del Alto Estado Mayor del Ejército se negó a dar la orden de disparar contra la multitud en un gesto que le honra. La chispa de la rebelión saltó el 17 de diciembre último cuando Mohamed Bouazizi, un joven informático a quien la policía confiscó el puesto de frutas y legumbres con que tenía que ganarse la vida, alegando que carecía de licencia de venta, se prendió fuego en un acto desesperado y falleció el 4 de enero a consecuencia de las quemaduras recibidas. Fue como un aldabonazo que despertó las conciencias. Desencadenó después, el 14 de enero, las revueltas liberalizadoras que aún duran y que mantienen al país en una tensión revolucionaria permanente. Es un triunfo de los sindicatos, especialmente la UGTT, de la incipiente oposición política y, sobre todo, de los jóvenes manifestantes, aliados objetivos todos ellos que dieron al traste con la dictadura. Fue un basta ya, un hartazgo de la juventud que creó el cambio vertiginoso en que se halla Túnez.

La Cartago de la antigüedad, la nación más pequeña de Africa del Norte hoy en día, de 10 millones de habitantes, independiente sólo desde 1956, de historia que se remonta al siglo IX antes de Cristo, se halla ante un gran dilema: o avanza o se estanca, con el peligro de vuelta atrás.
Acuña, Ramón Luis
Acuña, Ramón Luis


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