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En torno al laicismo beligerante

miércoles, 26 de enero de 2011
En los últimos meses he leído en la Prensa gallega artículos injuriosos para la Iglesia Católica y los valores que representa y, hasta el momento, ningún tipo de réplica o desacuerdo. A mí, un católico del común, ajeno por completo a la vida y estamento eclesiásticos, se me ocurre expresar, sin embargo, cierta disconformidad con tales comentarios, la de un ciudadano con un mínimo de memoria sobre nuestra reciente y dramática, y me temo cíclica, historia.

Veamos a lo que me refiero. Hace pocas semanas se produjeron manifestaciones contra la venida del Papa a España e incluso acusaron al Pontífice de mentir, al insinuar que el Gobierno español experimentaba un laicismo agresivo que le recordaba a tiempos pasados. Algo que resulta evidente a cualquier observador atento y difícil de ocultar, incluso, para un extranjero. Veamos algunas muestras: prohibición del culto en la Basílica del Valle de los Caídos (y amenazas de grupos izquierdistas de dinamitar la espléndida cruz que domina la zona); programas de televisión, en horas de máxima audiencia, de menosprecio y burla a la Religión, al Papa y a los católicos. Piquetes antiRouco en la Universidad Autónoma de Madrid, hace pocos días; misas con escolta, o ya prohibidas, en la Universidad de Barcelona, y exhibición de pasquines de grupos antisistema: “La Iglesia no cabe en la Universidad”. Piezas teatrales blasfemas. Retirada de crucifijos de escuelas y hospitales, e, incluso, de los tradicionales belenes. Todo ello, y es sólo una muestra, con la aquiescencia gubernamental.

Pero vayamos un poco más allá, en un voluntarista acercamiento conceptual: ¿No encaja la actual liberación del aborto en un laicismo provocador? Alguien nos dirá que la Iglesia debe someterse a las leyes que emanan del Congreso. Es cierto, la ley aprobada tiene la legalidad de las Cortes, pero carece, no obstante, de la autoridad moral de la doctrina cristiana al respecto y, en consecuencia, debiera permitir, al menos, la objeción de conciencia. ¿Cómo la Iglesia podría aceptar sin más esta Ley que concede el derecho, -¡el derecho!- al aborto, apenas sin reparos, a una adolescente? (¿Es aceptable, a la vez, que tal Ley se haya alcanzado por una mayoría de diputados chantajeada con prebendas sectarias por grupos nacionalistas traidores a sus esencias fundacionales, esencialmente católicas?).

¿Qué es, por otra parte, la educación para la ciudadanía sino un adoctrinamiento antirreligioso, qué son ciertas normas, morbosas por precoces, de una instrucción sexual infantil casi zoológica? ¿Qué significa la intimidación colectiva, belicosa, para quiénes no lo aceptan? ¿Y el intento contumaz de erradicar las raíces religiosas y cristianas que sustentan hoy la escuela y la familia?

He leído también una defensa desenfocada de la figura de José Saramago, a raíz de su muerte, y una fuerte ofensiva contra los medios periodísticos del Vaticano que, como era su obligación, salieron al paso de la heterodoxia del premio Nobel portugués. No se trataba de juzgar sus méritos literarios sino de advertir sobre su sectarismo marxista, su ejemplaridad antirreligiosa y lo incorrecto y precario de su teología. En tal dirección, heterodoxia y laicismo, iban, creo, las críticas vaticanistas al cabal caballero lusitano, que, por otro lado, se nos dice, ha dejado a la Hacienda Española una deuda, de cientos de miles de euros.

Vuelve estos días a la actualidad la nueva legislación socialista sobre la que designan muerte digna. La muerte humana siempre es digna, plácida o angustiosa, pero siempre es digna. Recordemos que ya existe una legislación pertinente sobre los cuidados paliativos de los enfermos terminales en todos los hospitales españoles. Bien están unas normas que protejan a los pacientes, si asumen unos condicionamientos mínimos: así, el consentimiento informado del enfermo o, en su defecto, de sus familiares, pues son muchos los casos en los que no se atiende a esta exigencia primera y fundamental. Se vuelve a alabar o, cuando menos, a justificar al Doctor Montes, de Leganés, sabiendo, y eso no lo dicen sus comentaristas, que el Comité de Expertos del Colegio Médico de Madrid calificó muchas de sus sedaciones hospitalarias de innecesarias y otras, de excesivas, y le acusó de “mala praxis” (sólo pudo eludir sanciones penales por legalismos escapistas). Así que mucho cuidado, bien está una legislación acertada para el buen morir, pero que no sirva, por favor, para vaciar las salas de urgencias de ancianos recuperables. Atención, también, a los politizados Comités de Bioética de los hospitales, no muy alejados del laicismo militante, los cuales son los que deciden en caso de duda y en último término.

Concluyo, vivimos en un Estado aconfesional según la Constitución, pero en la realidad de una sociedad sociológicamente católica y laterales rasgos laicos, y no queremos vivir, me atrevo a pensar, bajo una suerte de laicismo hostil propio de un anticlericalismo rancio y trasnochado. Vaya para evitar tal peligro, perdónenme, una receta: convivamos, creyentes –o los que deseamos creer- y no creyentes -los acomodados a un pasivo nihilismo relativista- en una comunidad fraterna que nos aleje de conflictos político-religiosos inveterados, para lo cual es necesario que la prensa, la TV y los partidos no propicien irreverencias y odios religiosos, tal la cristianofobia, o ideologías conflictivas y antidemocráticas. Y así, no se pueda repetir una reciente y desastrosa Historia.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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