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Y decimos que llueve…

jueves, 30 de diciembre de 2010
¿Qué diferencia a las altísimas democracias de occidente, y más que nada a las de la vieja, decrépita y guerrera Europa, de los países a los que algunos y algunas llaman con sobrado desprecio “tercermundistas”?

Sé muy bien que bienpensantes e incluso bien intencionados, otrora “progres”, hoy en franca crisis de identidad, esgrimirían una larga lista de conquistas (contabilizables en mucha sangre, sudor y lágrimas), que nos distancian, afortunadamente, de las republiquetas bananeras que del mundo han sido. Y así fue, al menos en parte, cubriendo aspectos importantes “pour la galerie”, mientras la pompa de jabón se alimentaba de nuestro sentido de la ilusión y la infinita capacidad de ambicionar más y más y poder, más y más dinero, de los que nos llevaron al borde del abismo, al choque frontal con una realidad que ellos manejan y seguirán manejando, y ante la cual tanto ciudadanía como administradores políticos de turno, parecemos hechos de cartón piedra.

Un buen día, nos desayunamos con la macabra sensación de haber vivido un espejismo que no tiene ninguna posibilidad de volver a repetirse. Pero lo peor no es eso, no es que ya no vayamos a poder consumir las manzanas del paraíso, y ni siquiera las mondas de esas manzanas relucientes, sino que además, por alguna regla de tres que no alcanzo a comprender, movemos nuestras cabezas en señal de asentimiento, con la resignación que provoca la culpa, como si entrar al juego de creernos poderosos y poderosas, fuese lo mismo que serlo, es decir, como si hubiéramos sido nosotros los que nos hubiéramos embolsado las pingües ganancias de la especulación salvaje, que otros, que caerán nuevamente de pie como manda la tradición, han conseguido a nuestra cuenta. El sistema es tan absolutamente perverso, que quien ha cedido a la tentación de aceptar un préstamo, cuando la voz tentadora de su banco amigo se lo ofrecía desvergonzadamente, se puede sentir tan culpable como los que estaban en la sombra, sentando las bases de un futuro negro para nuestros hijos e hijas, sólo por ambición enloquecida. “Y hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor”: haber trabajado como un esclavo toda la puñetera vida para ver que nuestra descendencia, la más preparada en muchas generaciones, se debate entre la desocupación crónica o bajar la cerviz y afrontar trabajos precarios, mal pagados y muchas veces indignos. ¿Eso nos pone a la misma altura de los especuladores, de los que liquidaron más de una compañía de aeronavegación, de los insaciables del “ladrillo fácil”, de los que serían capaces de comerciar hasta con las vísceras de su propia madre? El poco sentido común que me queda en reserva, me dice que no, que nuestra culpa (al menos la mayor) no es la de haber ido a Cancún o a cualquier otro destino turístico sugerido sabiamente por las compañías de viajes, contraer una hipoteca para cuyo pago se necesitarían cinco vidas saludables o invertir en decenas de masters para que nuestros hijos en hijas pudieran ver “la vie en rose”. Nuestra mayor culpa, y juro que detesto esa palabra heredada de una religión implacable para con nuestros pecados (no así con los de sus miembros), nuestra culpa, digo, es permanecer sentaditos frente a la caja idiota, mientras nos convierten en picadillo de carne. Mientras nos dicen claramente quienes vamos a ser los “afortunados y afortunadas” en pagar con nuestra nada, mal invertida, la crisis que se inventaron otros para vaciar las arcas. Mientras nos dicen que “tarari” de jubilarnos cuando nuestros huesecillos desborden osteoporosis y artrosis, mientras mandan a una generación entera a la cuneta, mientras deciden que gastos sociales, cultura, educación y derechos de las mujeres son frivolidades propias de un estado de bienestar que ya no nos corresponde vivir, y ponen precio a nuestra salud para que lucre con ella el especulador de turno.

Esa es nuestra verdadera culpa, y más que eso: nuestra responsabilidad; si miramos hacia otro lado mientras al vecino le desalojan por no pagar la hipoteca, si nos parece que es lo mismo cinco que cincuenta, si comulgamos con las ruedas de molino más grandes que se nos hayan presentado, seremos cómplices y no habrá posible vuelta atrás.

Y los que crean que cambiando el signo del administrador, vamos a encontrar sosiego, (tan luego con aquellos entre los que los estafadores de toda laya se mueven como peces en el agua), van más próximos a desplazarse por la vida como el cangrejo, que como el homo sapiens.

Ser simples espectadores de una tragedia que nos envuelve irremisiblemente, es lo que nos hace culpables, lo que cuestiona nuestro sentido de la ética y de la dignidad. Cavar sin rebeldía nuestra propia fosa común, es lo que nos convierte en corderos complacidos de ser degollados. En el Reino Unido, parece que quedan estudiantes vivos, y la clase obrera francesa aún respira, por lo que se sabe… ¿Vamos a consentir que nos reduzcan a híbridos entre cybor y homínidos del siglo XXI? ¿Vamos a permitir, sin luchar, que hagan trizas todos nuestros sueños y los de quienes hereden este mundo?
Conmigo que no cuenten.
Darriba, Luz
Darriba, Luz


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