Nos acercamos un año más a las fiestas de Navidad. Solemos celebrarlas y gustarlas en familia. Festejamos, de hecho, un acontecimiento familiar, un nacimiento; pero el de un niño extraordinario y singular, que ilumina con una luz nueva nuestro propio nacer y nuestro íntimo yo, así como las personas que más amamos. Les da un valor definitivo, porque quien nace pobre como nosotros, en las pajas de Belén, es el Hijo de Dios y convierte en algo definitivamente bueno el nacer y el dar a luz, el cariño y el amor, el ser alguien y el vivir.
En el Niño Jesús se nos hace visible el inmenso Amor divino que nos da el ser. Él nos desvela que cada uno de nosotros somos amados desde lo hondo del corazón de Dios, y que Él vencerá todo aquello que nos niega y nos destruye: la desconfianza, el desamor, la indiferencia, el odio y la violencia; y la muerte misma, que parece proclamar lo poco que valemos nosotros y nuestra vida, nuestros amores más verdaderos.
Contemplando al Niño con María, su madre, y José, con los pastores y los reyes, se despierta la esperanza y la alegría, la confianza y el cariño, que forman el núcleo escondido de nuestro corazón, antes de todos los problemas y dolores que la vida pueda luego traernos.
Por ello, en cada Navidad, sorprendidos profundamente por ver tan cercano, tan entrañable y tan nuestro el amor eterno de Dios Padre, brota siempre en nosotros la paz, la certeza de que el próximo año es de nuevo un bien y que, más allá de todas las contrariedades, está destinado a nuestra felicidad.
Nuestro hogar, nuestra familia y nuestra fiesta navideña se convierten en un lugar donde se afirma el valor del mundo entero y de la vida de cada uno, donde volvemos a confiar en nuestro Padre y a descubrir que somos todos hermanos, cuando está en su centro el nacimiento del Niño Jesús en Belén. A Él queremos adorar y cantar con alegría, y decirle con el poeta,