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Eduardo Pondal (I)

jueves, 14 de octubre de 2010
Eduardo Pondal (I)
EDUARDO PONDAL AL AMPARO DE LA HISTORIA DE GALICIA

Preliminar
El estudio de la obra y la vida de Eduardo Pondal excelso poeta y médico de oficio y, a la vez, galleguista notable, reclama una suplementaria consideración sobre algunos precedentes históricos, sociales y políticos, precisos para comprender, en sus justos términos, al preclaro vate.

Vaya por delante la solicitud de benevolencia ante el lector por este atrevimiento personal frente a la complejidad del cometido. Valga como excusa de tan leve competencia histórica y política, el propósito de interesarme por la profesional y biográfica figura de Eduardo Pondal, el médico-poeta o, mejor, el poeta, pues el mismo precisó que su vocación real era la de lírico, y que había encerrado en su escritorio el título de médico. Mas esta pertenencia académica por más que rechazada por el bergantiñano, y aunque suene a tópico, no pocas veces se vuelve marca indeleble, más aún: determina una forma de comportarse en la vida y, dicen algunos, en la manera de escribir. Basta recordar a Pío Baroja o al propio Castelao que por diversas circunstancias -algunas más parecidas de lo que se supone, al caso de Pondal- dejaron la profesión médica, no sin pesar, por la Política y la Literatura.

I. APROXIMACION A LA PROTOHISTORIA E HISTORIA ANTIGUA DE GALICIA. LOS CELTAS.
Si hace unos cincuenta años, algún historiador propuso la conveniencia de cambiar el nombre de la Península Ibérica por el de Península Céltica, conocida la utilización de lo ibero como genérico de lo no celta o simplemente como definición geográfica y abarcadora, hoy las cosas transcurren por otros derroteros y nadie se atrevería a tal propuesta, ni siquiera los nacionalistas más irredentos. Los iberos, tal la palabra con la que los griegos, visitantes habituales de nuestras costas, designaron a los habitantes de esta Península Occidental, correspondían, según algunos analistas, a un origen indogermánico, como los propios celtas, mientras que para otros historiadores pertenecían a tribus procedentes del norte de Africa cuyas incursiones por el Levante, en sucesivas oleadas, conformaron delimitados dominios y una cultura comercial y hedonista junto a las ondas mediterráneas; en tanto sus habitantes “tomaban de fenicios y cartagineses las artes que ilustran pero afeminan a los pueblos”, estimaba hiriente Manuel Murguía en su Historia de Galicia, de 1865; en la que se refería a la indiscutible superioridad de los celtas sobre los no arios, los semitas, las gentes del resto de la Península (iberos, moros, gitanos), cuya mezcla, incluso con los celtas, obscurecía a éstos y los volvía impuros.

Fuera de genealogías -deslegitimada la vigencia de la pureza racial por la genética de las poblaciones-, la española “es un compuesto de todas las razas europeas: mediterráneas, nórdicas, célticas, alpinas, eslavas” y de no pocas africanas. Hoy se sabe, científicamente, que la mezcla poblacional de todos los pueblos europeos (incluidos los vascos) es una realidad evidente, y así lo demuestra un muy reciente estudio del doctor Laajouni, en la Universidad Pompeu Fabra, a partir del análisis de muchos miles de marcadores genéticos en los genomas de habitantes de variados países, que expresa el gran parecido de todas las razas humanas entre sí y la confirmación de que ni siquiera un aislamiento geográfico prolongado ha dejado huellas genéticas singulares, o exclusivas, en sus pobladores actuales.
Por lo demás, siguiendo el discurso inicial, los antecedentes magnifican la riqueza de las periferias marítimas, de los puertos y ciudades costeras abiertas al expansivo comercio y a las relaciones “transnacionales”. Tanto más, si cuentan con un feraz añadido hortofrutícola -es el caso levantino- que le permite a sus habitantes mediterráneos las benéficas condiciones climáticas de su “beiramar”, justificadoras de subsiguientes dominios migratorios, incluso de los iberos citados.

En otra dirección marchaban los celtas, aquellos primitivos que se inclinaron por el noroeste, por las vertientes atlánticas de tierras recias y suelos graníticos, de duro clima en sus zonas montañosas al este de la sierra dorsal galaica y más suaves en los valles meridionales y en las rías, y cuyos vestigios hoy reconocidos se sitúan ya en la protohistoria, en la Edad de Hierro: cuando habían desaparecido las tribus prehistóricas más antiguas, los oestrymnios.

Difícil será, pues, conjeturar una raíz única, exclusiva, para los celtas, en un país en el que las etnias, reiteramos, a partir de los aborígenes, se han cruzado a lo largo de los siglos; aunque sí parezca claro que persistan los hasta ahora identificados como celtas, tanto por las referencias de la tradición oral y escrita, como por los restos históricos y arqueológicos que alcanzan ya hasta el siglo IX a.C., y cuyo influjo cultural es incontestable. (Camón Aznar insistía en que la Península era mayormente celta, y que el supuesto iberismo del sur de España era una hipótesis incapaz de resistir los nuevos testimonios. Por ello, Fernández Suárez llegaba a admitir la denominación de Península Céltica, en vez de Ibérica, si bien reacio a los apelativos raciales prefería decir Península Hispánica o, simplemente, Hispania, “denominación geográfica, no racial, cuya amplitud cubre cualquier contingencia étnica, y abarca a todas ellas y a todas sus partes”).

Pero dejando aparte ésta superada interpretación, volvamos a nuestro interés. Lo céltico-atlántico se extendería, en su proyección más laxa, desde Coimbra hasta Toledo; desde Viseu a Santander para algunos y, con más precisión, para otros, desde el río Navia, en Asturias, al Duero, por Oporto. Más allá, al norte, se prolongaría por Escocia, Gales, Irlanda, y la Bretaña francesa (en el entorno del Golfo de Vizcaya). Así, existe la conciencia, hoy discutida, de que los gallegos aceptaron como hermanos a los celtas irlandeses, con los que tuvieron muy pronto relaciones culturales y comerciales - tráfico de minerales en particular- que prolongaban las rutas marítimas del estaño explotadas por fenicios y cartagineses.

Tampoco olvidamos que hubo una curiosa diáspora británica en los siglos V y VI a.C. de habitantes celtas que por una cruel invasión de los sajones se vieron obligados a abandonar las Islas Británicas, y parte de ellos arribaron a las costas galaicas y allí se acomodaron en las zonas de Foz, Vivero y Mondoñedo, en la denominada Britonia. Y fueron muy celebrados, en el imaginario popular, el obispo Maeloc y los monjes que lo acompañaban. La suerte de esta población tan específica, no ha sido aclarada aunque parece haberse extinguido con los años, por las comarcas vecinas.

En este preámbulo, es claro que dentro del subcontinente que encierra a los españoles entre el Mar Mediterráneo, el Océano Atlántico y la Cordillera Pirenaica nos interesa ahora, más en concreto, la suerte protohistórica de este otro territorio menor y más aislado geográfica, climática y culturalmente: la Galicia de antes, poetizada por Pondal, la de hoy y la de siempre, la que más allá de las sierras de Asturias, León y Zamora vive acomodada en su finisterre. A ella vamos a referirnos en las páginas que siguen, de manera sumaria -tal vez algo irregular- para lectores deseosos de conocerla y para otros, que ya la conocen, de recordar ciertos orígenes de lo que hoy llamamos Galicia.

En las primitivas edades no había fronteras. Las gentes buscaban los alimentos allí dónde estuvieren; los cazadores se movían por el Continente tras los animales herbívoros, que a su vez se desplazaban por las sierras en busca de pastos, y de herbazales en los valles y las penillanuras. Eran los tiempos en los que tribus prehistóricas recorrían legendariamente el trayecto del sol -por el día- y se orientaban de noche, por la celeste Vía Láctea; en cualquier caso, se sospecha, iban en busca de una tierra de promisión que quizá atisbara la riqueza minera, los verdes y abundantes pastos, la pesca, o la caza en los montes coloreados de erikas y tojos dorados.

Las primeras manifestaciones de estos clanes progenitores, hoy reconocidas, corresponden a los yacimientos arqueológicos de las Gándaras de Budiño, en Porriño (16.000 años antes de nuestra Era; presencia de útiles líticos, restos de hogares; asimilables al Paleolítico inferior).

Otros vestigios se descubrieron en las cercanías del río Miño, en el Arenteiro, y Orense, que sugieren la existencia de cazadores, de clanes y grupos familiares, quizá de recolectores. Restos más especializados, halláronse en las chairas de Villalba (Lugo) fechadas ya en el mesolítico: piezas más elaboradas, talladas sobre sílex, que expresan cierta capacidad “técnica”. (También hay referencias de hallazgos parecidos en el curso del río Xallas). Corresponden al homo sapiens sapiens, como quien dice, de hoy mismo.

Antes de seguir, advertimos que en este trabajo no se pretende hacer un fiel compendio de la Historia de Galicia, ni una lección sobre la misma, sino de memorar algunos episodios o secuencias, de oportuna mención para situarnos en un amable texto sobre Eduardo Pondal.

Al margen de invasiones guerreras, ese aislado submundo gallego, en su solitaria lejanía, parece transformar el viaje nómada de las tribus advenedizas en un sedentarismo acomodaticio, favorable para que sus componentes disfrutasen del agro, de la incipiente ganadería y del marisqueo. Se reduce su belicosidad -no su vigilante espíritu- que les permite alcanzar un desahogado modelo de vida en los llamados castros, y elaborar una cultura, la castrexa, bien estudiada en la actualidad, que parece iniciarse, según los expertos, en el siglo VI a.C.

De todo esto, escribe y poetiza E.Pondal y así, sirvan de ejemplo, sus referencias al megalitismo, episodio revolucionario de la cultura neolítica; el culto a las piedras, manifestado en múltiples expresiones: las mámoas o dólmenes, las piedrafitas o menhires, los círculos pétreos, las piedras como lindes o indicadores viarios, o las aras para rituales religiosos. Y son los monumentos funerarios, en las comarcas bergantiñanas que contempla desde su infancia, los que más llaman su atención. Restos de la necrópolis de Parxubeira, por Mazaricos, o el Arca de Piosa, con mención expresa, en Brandomil, o la impresionante, por sus enormes dimensiones, Pedra da Arca, en Dumbría. Abundan estos túmulos, en el interior dólmenes, “la primera y elemental creación céltiga y gallega. Retirado el terrón nutricio a lo largo de los siglos, queda el esqueleto arquitectónico de hoy:”unas laxes de pedra en ascendente pulo, familia de pedras ergueitas como as losas do fogar”, en palabras de Otero Pedrayo. “Arca, mesa, tumba, altar”. Así, cómo no, el conocido dolmen de Dombate: solidez cósmica, equilibrio perfecto, que le resulta tan familiar a Eduardo en sus habituales traslados y es el motivo para alguno de sus entrañables poemas.

Percibe Pondal las variantes panteístas de los antepasados en sus propios vecinos, labradores y marineros, descubre en la proximidad local las piedras de abalar, la célebre de Muxía, cerca de la iglesia de la Virgen de la Barca; reconoce los ritos de fertilidad en las aguas y playas de la Lanzada, y en el Pindo, montaña de misteriosas y “figurativas” piedras, y se emociona en los bosques ante árboles sagrados como los robles, en los santuarios de los sacerdotes druidas. Estudia y comenta el fuerte sentimiento naturalista de los celtas, ante las fuentes, los astros, la tierra, el misterio de lo oculto, la obsesión por lo subterráneo y los tesoros escondidos, y la fascinación por lo fantástico y lo sobrenatural, por hadas, trasgos y duendes: por el diálogo con los muertos. No olvida en otros contextos, las fundiciones (cobre, estaño, plomo), las extracciones auríferas, el aprovechamiento de aquella riqueza minera, que le permite recordar, en algún momento, el “esplendor metalúrgico” gallego: la fabricación de herramientas, el mercadeo y comercialización de los metales por las vías marítimas. Insiste en la cercanía de Irlanda y en la hermandad con los irlandeses.

No desprecia Pondal los petroglifos de su región natal, los grabados en la piedra de signos astrales, por encrucijadas y laberintos, y comenta el hallazgo en diversas localidades coruñesas y bergantiñanas de puñales, hachas y lanzas, y de adornos: pulseras, torques, collares y anillos, que le hacen viajar desde la Edad de Bronce a la cultura castreña, más cercana, a la Edad de Hierro.

Las últimas migraciones celtas (si no nos decantamos por su origen primario en el noroeste de la Península, tal como estimaron el Padre Sarmiento o Alfredo Brañas, Camón, o muy recientemente, 2004, el profesor santiagués F. Acuña Castroviejo) procedían de Irlanda, cruzaron los Pirineos entre los siglos IX y VII a.c. y sobrepasando el río Ebro, se desparramaron por el occidente de la Península hasta ubicarse en el solitario noroeste, tal vez en peregrina marcha hacia una “patria soñada”.

LA ROMANIZACIÓN, con la que termina la Prehistoria del Noroeste (siglos II y III a.C.) no fue, según algunos, demasiado profunda en Gallaecia, aunque duró varios siglos y, sin duda, y es parecer mayoritario, sí resultó impregnadora y determinante en variados campos (Muralla de Lugo, religión, latinidad). Quizá los jefes militares cansados de tantas luchas, resistencias numantinas y matanzas de nativos, se decidieron por transacciones y pactos, y a cooperar en muchas cuestiones. Sí que obligaron a las gentes a bajar de los montículos fortificados, de sus baluartes, para integrarles en una sociedad de villas, con unas normas administrativas y jerarquizadas que derivaron, gracias a la fuerte intervención de la Iglesia Católica -cuando el Cristianismo estaba ya muy extendido- en las parroquias, esa institución autóctona que todavía, y con gran fortaleza, perdura. Pero los romanos no fueron intransigentes con el regreso a las citanias de muchos de sus pobladores, como tampoco con la inmersión lingüística de su idioma, el latín. Construyeron importantes vías de comunicación, con cabeceras en Braga, Lugo y Astorga, puentes, sistemas de salubridad de las aguas, mejoras agrícolas y mineras, y en las pesquerías. Esta romanización de Galicia, sin embargo, se hizo pronto declinante, y Pondal, que bien la reconocía en su comarca (restos de la vía romana XX “Per loca marítima”, o el itinerario de Antonino hacia Finisterre y el promontorio Nerio, piedras grabadas, aras votivas, estelas funerarias) llamativamente, no insiste en ella, ni la reclama ni la rescata.

Con los años la extracción y comercialización de los metales, en particular del oro, y el control de las rutas marítimas del estaño decrecen, y con la supresión de la esclavitud decae también la economía del Imperio. (Felipe Senén, con más extensión, se refiere a las campañas de penetración de Décimo Bruto, al sometimiento y rendición con Julio César, y a los asentamientos últimos, con Augusto).

Pero aquí, por abreviar, sólo recordaremos cómo los soldados romanos, con gran temor, llegaron hasta Finisterre, al Océano Tenebroso, al misterio encerrado tras los promontorios y los acantilados, al ocaso acongojador del postrer horizonte. Y lo alcanzaron después de cruzar, atemorizados, el enigmático río del olvido, el Limia. Pudieron gozar, a partir de entonces -y superado el miedo- de los valles feraces, de los montes ricos en caza y de los bosques, de las aguas termales y medicinales que tanto alabaron, de los virtuosos vinos de las riberas meridionales.

Por estas geografías y paisajes duros y soñados, caminaba don Eduardo, un día tras otro, olvidándose de los romanos, de la romanización, y a favor del valor y heroísmo de los antepasados celtas y, en general, de una Galicia entrañable, dramática y poco conocida.

Continuemos, sin mayor pausa, mencionando a grandes trazos y en aleatorios fragmentos, la Historia de Galicia, reduciendo apresuradamente acontecimientos de siglos, con buen ánimo y peculiar propósito, y con Pondal siempre presente.

LOS SUEVOS, tras invadir la ya entonces llamada Gallaecia, en muy pocos años logran, mezclándose con los nativos, una comunidad apaciguada y estable, y después de alcanzar un pacto con los romanos y con ello su legitimidad -transcurre el 410 d.c.- consiguen instaurar, independiente de Roma, el “Regnum Suevorum” o “Galliciense Regnum”, reconocido hoy como el primer Estado de la Europa medieval; el cual, con capital en Braga, se extenderá del año 438 al 585 de nuestra Era. Una monarquía, la primera peninsular, que permite cierta autonomía a las Sociedades labriegas galaicas y alguna independencia del Convento (o distrito) Lucense, diferenciándose de los más sometidos Asturianense y Bracarense. Utilizan los suevos, en la práctica, dos códigos de derecho: romano y germánico, y dos religiones: católica y arriana. Y alcanzan su máximo esplendor sociocultural, con Teodomiro.

Martín Dumio, luego santo, juega un papel decisivo en la configuración de este Reino Suevo, que acepta el catolicismo como religión oficial, en tanto la Iglesia gallega vertebra el Reino con su reorganización eclesiástica, y con la importante novedad de las asambleas representativas surgidas de los Concilios Nacionales, y reconocidas hoy como origen del parlamentarismo moderno. (Martín, por otra parte, hiere de muerte el priscilianismo que simbolizaba la herencia céltica canalizada a través de un panteísmo cristianizado, al decir de X. Costa).

Las comarcas de Bergantiños y Xallas, de gran predicamento suevo (recuérdese la abundancia de topónimos germánicos que Pondal bien conoce y usa de modo arbitrario, literariamente) quedan adscritas a la diócesis Iriense, por el reparto eclesiástico.

Pero tantos logros políticos, sociales y religiosos, finalizan, en buena parte, con la invasión de los VISIGODOS: Leovigildo anexiona el Reino Suevo de Galicia a la monarquía visigoda que se centraliza en Toledo. Y tiene reducida repercusión -por no mezclarse con las gentes y no apoyar sus intereses- sobre el pueblo gallego.

Eduardo Pondal, buen conocedor de la Historia, se salta sin reparos la Galicia romana y la visigoda, e incluso la Edad Media, tan de oro con Gelmírez, el románico catedralicio y el itinerario europeo del Camino Jacobeo y su prolongación finistérrica, desconoce o relativiza la lírica galaicoportuguesa y los Cancioneros. Concluye su devoción céltica con el poema “Los Eoas” acerca del Descubrimiento y Conquista de América -con el guión de los “Lusiadas” de su admirado Camoens- y un oportunista paralelismo con personajes de la Grecia Antigua, no menos épicos. Esta obra de prolongada elaboración, que le ocupa hasta su finamiento, es un texto magnánimo, de muchas páginas, y toda ella escrita en octavas reales y en un meritorio gallego.

Pero hablemos ya del CELTISMO, tema pondaliano por excelencia, con la base de los antecedentes expuestos por el P. Sarmiento, el P. Feijóo, Verea de Aguilar, que lo resucitan (¿inventan?) y airean en sublime desvarío, y que el periodista Benito Vicetto y Manuel Martínez Murguía, santifican como fundamento étnico de la región: propugnan éstos la unidad racial, y una conciencia colectiva de idioma y de pueblo, e identifican tales progenitores celtas con los gallegos contemporáneos. Reivindican a partir de tal origen, una nación autónoma, a la cual perciben en horas bajas, sometida y sojuzgada, y lo hacen a través de una radicalización política en torno a una mitología idealizada del hombre celta primitivo: reciedumbre, heroicidad, insumisión, rebeldía.

Con esta misma actitud y alboroto se manifiesta Eduardo Pondal, amigo íntimo y correligionario de Murguía, tertulianos ambos de la Cova Céltica coruñesa, el cual con motivo de la Fiesta del Trabajo, en Conjo, con trabajadores y estudiantes, lee un famoso discurso, titulado “El Brindis”, exaltado manifiesto celto-galleguista por el que resulta procesado y a punto está de costarle el exilio.

La propuesta histórica de Murguía es refrendada con inusitado entusiasmo por los poetas del Rexurdimento o Renacimiento de la lengua gallega literaria y que tiene su máximo exponente en el trío formado por Rosalía de Castro, Curros Enríquez y el propio Eduardo Pondal, maravilloso refrendo que determina una enorme y salvífica conmoción en el país.

Esta idealización galleguista sobre la identidad nacional-celta se prolonga durante los primeros años del siglo XX, con un claro componente folclórico y costumbrista, pero también arqueológico e historiográfico con Cuevillas y Bouza Brey, las publicaciones del Seminario de Estudios Gallegos y del Instituto del P.Sarmiento, con las Irmandades da Fala y, de modo consecuente, con La Revista Nos y la generación del mismo nombre, la creación del Partido Galleguista, en 1931, y la gestión del primer Estatuto de Autonomía de Galicia (Castelao, Risco, Otero Pedrayo, Villar Ponte). Pero no nos precipitemos, lejos nos queda ya todo este desenvolvimiento celtista y nacionalista de la praxis regionalista propugnada por Pondal, el cual había fallecido en 1917, y que por ello y por ser ya muy reciente y conocida historia, y cronológicamente ajena al poeta, no vamos a tratar aquí, salvo con esa mínima mención.

Es decir, a finales del siglo XIX y principios del XX todos los galleguistas, apenas con matizaciones apoyan “la esencia nacional”, el pasado celta como fundamento de las reivindicaciones regionalistas: comunes connotaciones ideológicas y culturales y, algo menos, políticas; demuestran un pasional alarde patriótico, una auténtica celtomanía que perdurará décadas, hasta la traumática irrupción de la guerra civil y la subsiguiente dictadura franquista.

Las disputas sobre el celtismo y sobre su origen se habían iniciado en el siglo XVII: si procedía de Francia o si nacía, de hecho, en Galicia, como propugnaban los hermanos franciscanos Mohedano y el jesuita Masdeu en su”Historia Crítica de España”, y que con mayor evidencia defendía el P.Sarmiento al hablar de la Patria Gallega y del valor de la lengua oral, y su insistencia en que Galicia era el área española celta por excelencia, “su verdadera casa”, desde la que se dispersaron sus tribus por el resto de Europa (como defendieron después, Brañas, Risco y tantos otros). Y Pondal, lo mismo que Murguía, refrendaron lo celta como etnia básica del pueblo gallego, y “la irreductibilidad e irreversibilidad de la nación gallega”.

En un salto más que centenario, comentemos lo que a propósito del celtismo se discute hoy. Hay grupos académicos en la Universidad Complutense de Madrid (Cátedra de Prehistoria) que después del largo silencio de la dictadura de Franco y tras la Transición, retoman, sobre una base arqueológica, las reivindicaciones de los galleguistas pioneros del siglo XIX. Vuelven a la idea fundacional -celto-racial, por supuesto- de aquella resurgida Galicia decimonónica, excluyente de Castilla; un neoceltismo intelectual que cuenta con el permanente beneplácito popular: una especie de herencia ineludible de familia.

Mientras, existen otros grupos en la Universidad de Santiago, que se muestran indiferentes o incluso anticeltistas, y consideran tabú la concepción celta de nuestra región, más aún, la consideran atávica, heterodoxa, obsoleta, racista en una palabra. Pero resurgen de tan negativa opacidad con otro adoctrinamiento no menos ideológico: la cultura de los castros, que designan “cultura castrexa”. Seleccionan la Historia a su conveniencia y pretenden fundamentarla en estos castros todavía hoy reconocibles, numerosos y dispersos por la Galicia actual: atalayas fortificadas, refugios con setos, fosos y muros, zonas de rituales religiosos y funerarios, de ferias y asambleas y, siempre, desde una situación geográfica privilegiada. Todo lo cual comprenden como “arquitectura del paisaje castreño”. Rechazan el celtismo y cualquier vinculación cultural con el resto de España y de Europa, y se refieren a una “unidad galaica” presente desde la Prehistoria hasta la actualidad (De la Peña, 1997).

Este “hilo bidireccional” del que hablan sus promotores (Calo, Pereira, De la Peña) enfatiza el autoctonismo de los rasgos diferenciales de los pobladores del Noroeste Peninsular, lo galaico sustituye a lo céltico, y les permite sustanciar una específica identidad nacional, opuesta a la hispánica restante, y que resulta casi contradictoria con lo supracéltico europeo, con la supranación céltica tan soñada por los románticos precursores: Saralegui, Pastor Diaz, Sotelo y, aún, Murguía. (Pondal, en cambio, se inclinaba más por una Federación Ibérica, por el iberismo: la colaboradora conjunción gallego-portuguesa).

“El discurso neonacionalista celtófobo que manipula la Historia, es mucho más peligroso, racista, xenófobo, que el celtismo del siglo XIX, porque está contemplado con apariencia de ciencia. Hay que evitar la manipulación de la Historia”, nos dice al respecto, la arqueóloga Beatriz Díaz Santana en su esclarecedor libro “Os celtas en Galicia. Arqueología política na creación da identidade galega”. Ed. Texosoutos.

Surgen pues indicios de actividad y de cambios en estas actitudes neoceltistas y en las celtófobas, a veces paradójicamente coincidentes, y esta monografía de Beatriz Díaz, como señala su prologuista Ruiz Zapatero, abre múltiples y críticos enfoques sobre la credibilidad del componente celta y, certeramente, llama “a la reflexión sobre las implicaciones políticas que la investigación sobre el pasado genera”.
Sin duda, hubo y hay excesos raciales y nacionalistas, y basta leer a Murguía o a Pondal, pero existen otros muchos autores y políticos en la actualidad con similar contumacia: que justifican esa pura identidad étnica a lo largo de siglos.

Al margen de estas aproximaciones académicas o políticas, personalmente, al ras del imaginario popular, seguimos pensando en los celtas, como la mayoría de los habitantes de esta esquina europea, como algo familiar, el modo de vida que viene a ser el celtismo, el cual, lejos de un racismo puro y duro, nos sigue ofreciendo una escenografía propia de nuestro habitat, un modo peculiar de ser y de comportamiento psicológico y convivencial, de cierta morfología física en hombres y mujeres, de una singular y deseada vivencia cultural. Hasta la actual publicidad afirma que lo celta, vende: la música celta, la literatura y las leyendas celtas e, incluso, reconocemos en el Club Celta de Vigo -en sus horas más bajas- un familiar espíritu galaico. Abunda una extensa mitología celta que alcanza, para que vamos a engañarnos a un esoterismo del mismo signo, indispensable para cierto nacionalismo: que si el Santo Grial está aquí escondido, que si la Piedra de Jacob ha sido traída a nuestras costas, que si mouros o meigas, que si sirenas atlánticas, que si tesoros romanos ocultos, que si ciudades sumergidas, leyendas que Pondal creía, y que, en estas páginas, al menos de momento, no consideramos.

A nosotros mismos sobre el suelo granítico o pizarroso de nuestros lares, si bien con escepticismo irónico, nos peta acoger este perfil céltico-gallego sustentado en los rasgos culturales homogéneos y antropológicos de la comunidad y nos resulta asequible tal “convivencia pactada”, más allá de la raza; y sin pensar mucho en ello nos sentimos insertos en esa conciencia tradicional, en el determinismo geográfico de nieblas y lluvias, adictos a “ese añejo sabor medieval de suave cristianismo”, al espacio sagrado, a la muerte como misterio, a lo imaginario y a lo fantástico, a la intuitiva duda y a la ambigüedad, por más que nos mostremos modernos y europeístas.

Alejados de las políticas profesionales interesadas o sectariamente partidarias, nos vemos integrados en la región natural a la que pertenecemos por bautizo y devoción, y a fuer de trasterrados eventuales nos consideramos unidos por la umbilical melancolía que nos prende a la Tierra. Y es que casi 2000 años después, tras la Reconquista y la Edad Media y el arte románico, los Reyes Católicos y el Descubrimiento, la Ilustración y el Romanticismo, y el barroco gallego, lo celta perdura, celtismo y galleguidad discurren de modo paralelo, sin pretensiones de limpieza racista y sin más proclamas quejumbrosas y excluyentes. Frente al crepúsculo céltico, admitamos el retorno de lo celta. ¡Queixumes fora! Gocemos de los rumores de los pinos y de los castaños, de la mágica intimidad de los robledales, y que nuestros hijos y nietos -europeos- lleguen a sentir también la saudade nutricia de lo gallego.

Concluyamos, para que este capítulo no se haga demasiado extenso, con las palabras de Amado Ricón en su excelente biografía de E. Pondal: “Eduardo lo que hizo fue recoger la herencia de los adelantados del celtismo gallego, dándole forma artística, valiéndose de materiales librescos y del conocimiento propio, directo, de los monumentos arqueológicos celtas de Bergantiños, y llegó a conseguir una visión mítica de los orígenes de la cultura gallega, sobre la que estructura su pensamiento encuadrado en una política progresista, democrática y liberal”.
Don Eduardo, en efecto, se refiere a la grandeza de la Protohistoria celta y poetiza en su obra de tintes épicos o doctrinarios sobre la necesaria rehabilitación de la Galicia sometida, “asoballada”, pero en la senda de un futuro más halagüeño.

Con gran sorpresa, repetimos, Pondal apenas se apoya en la Edad Media o en las raíces latino-romanas sino que se remonta a muchos siglos atrás, a la Edad de Hierro, en la búsqueda de la genealogía celta. Crea toda una mitología de esta especie con apoyaturas literarias en el ossianismo irlandés y, es curioso, simbólicamente, en los héroes griegos (Espartaco, Leónidas); y demuestra, con esta referencia, un elevado espíritu castrense que va a impregnar su poesía cívico-combativa y original, en una estética culta y aristocrática.

El poeta, un hombre tranquilo en apariencia -pero no olvida desde su juventud el desenlace trágico, en Carral, del Pronunciamiento de 1856- es rocoso y batallador en su obra que no pocas veces se transforma en épica: invita a la lucha, en una exhortación radical y guerrera: “Os tempos son chegados”. (“Vousa fouce afilade, segade, galegos, con forza segade”, es decir:”Vuestra hoz afilad, segad, gallegos, con fuerza segad”). Manifiesta una doctrina cívica de resistencia y reivindicativa, de lucha “por la Patria dulce y bella”, tantas veces sojuzgada por Castilla,y es muy constante a favor de la autonomía integral o la independencia, “encontrando en la etnia germanocelta la esencia de la libertad del hombre y la tierra gallegos: “Home libre, libre terra”.

Don Eduardo trata de recuperar la conciencia histórica de Galicia, lejos de ruralismos y domésticas tradiciones, con decidida intención política: emprende la búsqueda de una afirmación nacional consistente (defensa del idioma, reivindicaciones administrativas, singularidad de la nación); enaltece la figura y la raza de Breogán, entre la historia y la leyenda, y se apoya desde el punto de vista mítico y literario, en el escocés MacPherson, para la exaltación y vivencia del celtismo, del bardo gaélico llamado Ossian, en el archipiélago celtobritánico.

Con su fortaleza lírica, revulsiva y convincente (recordemos la letra del actual Himno Gallego, un verdadero manifiesto político), despierta la conciencia colectiva, histórica, del pueblo, de la Comunidad Gallega: le regala un pasado mítico y una unidad etnicolingüistica indiscutibles (García Sabell). Pondal confiere trascendencia a las raíces (celtas) del modo específico de su ser histórico, “más allá de su pervivencia material y su pasiva inercia espiritual”.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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