La sabia vejez del otoño

Acaba septiembre al igual que acabó agosto, con tardes más cortas y luz cada vez más ausente.
Las aguas se vuelven frías; las golondrinas se alejan del tejado mientras las avefrías comienzan su visita.
Las tardes son más silenciosas pues el alboroto de sus gentes se esconde entre las paredes.
El jardín cada vez es más mudo. Sólo las hojas en su vaivén hacen ruido al caer. Es el suave viento que aún las balancea y mece para hacer con ellas una cuna a los pies de los árboles caducos.
El suelo verde es ahora amarillento y las catalpas asoman su esqueleto al tirar sus enormes hojas acorazonadas.
Pero la sabia vejez del otoño sabe porqué las tira.
 
Es otoño, no hay duda.
 
El frío y la lluvia quieren entrar mientras los fuegos artificiales otoñan en cada pueblo. Cohetes, tracas, petardos, luces de bengala y castillos, forman parte del espectáculo nocturno de multitud de fiestas que se celebran por estas mismas fechas en honor a la Virgen o Santos patrones, y a las primeras cosechas vinícolas, aprovechando los últimos coletazos del verano.
 
Pareciera que fuese tiempo de tirar todo lo viejo, de arrancar de cuajo todos lo recuerdos inservibles que nos llenan de tristeza y melancolía.
La nostalgia de las tardes largas del verano bajo la sombra de alguna terraza con buena charla atrapa, y las noches se tornan cada vez más frías.
Bajo esta añoranza, no nos damos cuenta de la formidable hermosura de los campos dorados; de la excelente belleza de los colores ocres y rojizos que adquieren los árboles y los caminos; del suave crujir de las hojas secas al pisar los jardines de los parques
mientras lanzámos joviales patadas a los frutos del castaño que también han perdido su verde hogar al madurar.
 
Pareciera que el otoño es cruel pero, tan sólo, es una estación más del año. Es la etapa de la madurez que lleva a la vejez del invierno con su letargo para despetar y volver a retoñar una primavera más.