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In memoriam del amigo y maestro Raimon Panikkar

lunes, 30 de agosto de 2010
Ha muerto el maestro y amigo Raimon Panikkar. Descanse en la paz de Dios y en esa armonía con toda la realidad cosmoteándrica que siempre buscó. Nos unía una fuerte amistad, más allá de su magisterio. Así lo manifiestan las numerosas cartas suyas que recibí, escritas con su letra minúscula y su firma inconfundible hasta que pudo hacerlo: “Te recuerdo y mucho. No dejes de acercarte por Tavertet. A una cierta edad, hay que superar la tentación de hacerse el duro”, me escribía. “La amistad, que es una forma de amar, es una virtud humana, y por tanto cristiana”.
Lo manifestó también en el Prólogo para mi libro Más allá de la fragmentación de la teología, el saber y la vida: Raimon Panikkar (Valencia 2008): “Me has pedido lo imposible. ¿Cómo puedo yo prologarme críticamente a mí mismo? Pero peor sería para mí no responder a un amigo, ya que considero la amistad como uno de los valores máximos de la vida humana, el único título que Cristo nos dio. Así pues, resuelvo el dilema con un compromiso: a los amigos se les puede escribir; y, en este caso, para felicitarte efusivamente por tu libro, que ha refrescado mi memoria y del que he aprendido mucho”.
Del mismo modo, y más allá del valor de mi trabajo filosófico y teológico desde su pensamiento, van cargadas de amistad sus palabras en la presentación de otro de mis libros, Dios, Hombre, Mundo: La Trinidad en Raimon Panikkar, publicado por Herder. Una presentación gravada en video en su casa, por la dificultad que tenía ya Raimon de desplazarse desde Tavertet a Barcelona, cosa para la que el mismo había manifestado gran interés; un video proyectado en la presentación del libro en la Biblioteca Nacional de Catalunya, que queríamos fuera también un homenaje en su 90 cumpleaños: “Victorino me entiende a mi más que yo mismo”. En todo caso, como me decía en otra de sus cartas que guardo celosamente, el sabía de mi esfuerzo por profundizar en su rico pensamiento, para caminar adelante: “Me has leído profundamente”. En este sentido, finalizaba el Prólogo del libro anterior haciéndome una petición: “tu colaboración a la liberación de la teología de las estrecheces microdóxicas a las que demasiado a menudo se la ha querido reducir”.
El nuestro fue un encuentro no sólo en la amistad, que siempre es gratuita, sino también en la conexión de intereses e ideas comunes; unas ideas que no siempre tuvieron buena acogida en otros teólogos y pensadores. Él como el maestro curtido en mil avatares intelectuales y existenciales entre Oriente y Occidente; con sus viajes, estancias tan distintos puntos del globo y sus lecturas multirreligiosas y multiculturales, realizadas en la docena de lenguas que utilizaba, con su cuádruple identidad cristiana, hinduista, buddhista y secular. Un pensamiento y una experiencia transmitidas en sus docenas de libros y cientos de artículos, conferencias, etc. Un trabajo reconocido por unos –muchos- y no tan reconocido por otros –bastantes-. Que si era o no filósofo, que si era o no teólogo, que si sabía o no escribir, que si no era “actual”, que si era un sincretista… Yo también, salvando la distancia con una persona y un intelectual muy excepcional… con mis mil avatares más modestos y más locales, con poco más de la mitad de años, con sólo mi docena de libros… Pero también, como el, aunque más modestamente, siendo valorado y querido por unos, calumniado por otros e incomprendido por bastantes.
Nuestras conversaciones de filosofía y teología resultaban fascinantes; pero llegaban a fatigarme a mi antes que a él -a pesar de tener yo muchos menos años que él-, porque sus propias palabras parecían transmitirle reactivamente una fuerza inusitada –tan débil como parece físicamente en sus últimos años-, consciente de lo que podían realizar. Esta riqueza de conversaciones quedó reflejada en algunas de nuestras conversaciones publicadas luego (Iglesia Viva 223, 2005).
Pero esta fuerza pareció alcanzar su límite al cumplir los 90 años. Poco despues empezó un declive inexorable, que notaba no solo cuando estaba ante él, sino en sus palabras débiles al teléfono y en las líneas cada vez más incomprensibles de sus cartas.
Raimon vivió intensamente una larga vida; por eso le costaba aceptar en los últimos tiempos vivir de una manera menos intensa. Veía como su prodigiosa memoria y su “inteligencia eléctrica” no funcionaba como en otro tiempo, aunque seguía hablando envidiablemente en distintas leguas según los distintos interlocutores.
Lo de Raimon Panikkar fue siempre todo o nada; nunca fue hombre de medias tintas. Su pensamiento siempre buscó la reflexión sobre el todo, la integración de toda la realidad “cosmo-te-andrica”, recogiendo hasta los mas insignificantes elementos. Una frase que repetía en sus escritos era un versículo del Evangelio, que citaba en el latin en que lo había aprendido: “Colligite quae superaverunt fragmenta, ne pereant” (Jn 6,12); una frase del Maestro, que pone fin al relato joánico de la multiplicación de los panes y los peces. En una interpretación particular y poco habitual del texto, resumía algo fundamental en su teología y su pensamiento: la necesidad de integración del conjunto de toda la realidad en todas sus dimensiones; recoger los fragmentos esparcidos, hasta los más pequeños, para reconstruir el todo armónico del que se han escindido: “Nada se desprecia, nada se deja de lado. Todo está integrado, asumido, transfigurado... Pensar todos los fragmentos de nuestro mundo actual para reunirlos en un conjunto armónico” (La intuición cosmoteándrica). Se trata de la interconexión de todo con todo. Frente al reduccionismo, el pensamiento de Panikkar tiene como principal característica esta obsesión por el todo; por una armonía entre las diversas realidades y disciplinas particulares -filosofía, ciencia y teología- y las distintas concepciones culturales del occidente moderno y de oriente. “No se trata de ir a ninguna parte. No es cuestión de parte alguna. No es cuestión de parcialidades... Es cuestión del todo” (El silencio del Buddha.Una introducción al ateísmo religioso).
Así era el “sabio de las montañas”, como lo llamaban en Barcelona. Así era este maestro que no quería discípulos miméticos, sino gente que pensara y actuara por si misma. Así era, sin pretensión de superioridad, este “icono del misterio”, como tituló uno de sus libros (Iconos del misterio. La experiencia de Dios). Así era este hombre grande -que tuvo también sus contradiciones y sus fallos, como todos los humanos- con el que muchos tuvimos la gracia de compartir vida y pensamiento, aprender de él y caminar hacia adelante, sabiendo que cada día nos trae algo nuevo si sabemos verlo. Muchas gracias, maestro, hermano, amigo Raimon.
Pérez Prieto, Victorino
Pérez Prieto, Victorino


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