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Espérame en el cielo (II)

miércoles, 05 de mayo de 2010
29 de marzo.
No sé si es una idiotez perder tiempo con estas observaciones, pero estoy hecho un cocido de matemáticas. A veces me dicen que España es un país libre, democrático, soberano, sin embargo, la falange se presenta como acusación contra el juez Baltasar Garzón.
Somos felices al saber que a los partidos vascos, relacionados con el terrorismo de ETA, se les prohíbe formar candidaturas para presentarse a las elecciones. ¿Pero cómo es posible que la Falange, un partido de corte fascista se pueda presentar a las elecciones democráticas, es decir qué exista? Si suponemos que en este país los buenos son los Franco, los Carrero Blanco, los Conesa, los Billy el Niño, el Martín Villa, los Escuadrones de la Muerte, los Caballeros de la Noche, las Brigadas del Amanecer, etc, entonces los malos son mártires”.

En Madrid los meses de julio y agosto son bochornosos. A veces al mediodía la temperatura pasa de los 45 grados. En la celda hace un poco de fresco, está oscura y es lóbrega, pero a Piter le causa escalofríos. Dormía abarrotado de dolores a causa de las torturas. El bullicio de los fascistas, sus voces de lobos de la gente lo aturdían, a veces parecían el clamor de un millón de enjambres de abejas ronroneando toda la noche en sus oídos. Por la mañana volvían los torturadores, a veces a media noche.
Piter los esperaba, contaba con ellos. Todavía no había desayunado y tal vez no volvería a desayunar nunca. Su familia buscaba una solución, movía cielo y tierra, creía en su inocencia. El Caudillo se moría, todos tenían miedo de irse con él. El dictador se había metido en las conciencias de los españoles, que a su vez engendraron hijos a los que les transmitían aquellas conciencias. Franco se muere, le queremos, nos quedamos solos, huérfanos, pero no queremos morirnos con él. En el fondo pensaban: Que le den por culo.
12 de abril de 2010. Anoto, después de haber escrito nueve capítulos, que ya es tiempo de desaparecer y dejar al lector con Pite, dando un quiebre en un brusco flashback o analepsis, que altera la secuencia cronológica de la historia, conectando momentos distintos y trasladando la acción al pasado. Pite cae en un duermevela. A veces alucina. La realidad se desgaja. Mira en su entorno y en su mente y sabe que lo único que le queda es el lenguaje.
La cárcel es una enfermedad contra la que se lucha, una enfermedad que te deja sin respiración. Cuando salga de ella será por el camino de la muerte.

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a) Piter anota en un pequeño cuadernillo de páginas cuadriculadas:
Mover los ojos hacia dentro y miro, porque al abrirlos hacia fuera no veo nada. Tal vez muchas manchas en la pared y muchas grietas, nada que examinar cuidadosamente. Es mejor sumergirse en pensamientos, en un sueño, volverse hacia atrás, alejarse de esta tortura por esa puerta abierta de la imaginación, liberar los pensamientos, las palabras, los enigmas, los miedos.
Pasear de un lado a otro de la celda. La adrenalina levanta de las heridas, de las torturas. Me atormenta la inquietud, la incomunicación, las deslucidas sonrisas de mi hermana y de mi padre cuando me visitan. El miedo a la muerte, a lo ausente. Los fascistas me matarán y jamás considerarán que me hayan asesinado. Ellos tienen experiencia. Para ellos será como una información, un recuerdo, un aviso de que España sigue siendo un país fascista, un hijo de aquel monstruo europeo que lleva muerto muchos años... Los que me van a fusilar apuntarán y dispararán sin ver. Para ellos será como ir a cazar conejos o perdices que mueren sin que el cazador sienta nada.

b) He escrito a mis padres. He escrito algún poema en esta celda. Es lo poco que les puede quedar de mí, pues ni para hablar con ellos me dejan solo, teniendo siempre detrás la sombra de un policía escuchando mis palabras, observando mis gestos, al tanto de mis conversaciones, negándome con todo rigor. De esa manera, a mi padre y a mi hermana, que me visitan tan solo el tiempo concedido de veinte minutos, no les es fácil comprender, describirles mi tormento, mi ánimo, mis miedos, mis limitaciones y antes de que mis recuerdos adelgacen, o se empobrezcan en mi cerebro, paso a relatar mi vida, mi tiempo, mi crimen no cometido para que cuando exista un mundo estable me puedan hacer justicia.

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Mi historia comienza así: Primero de Mayo de 1975, 10 de la mañana: Jóvenes vigueses y obreros se manifestaron por las calles de Vigo. Yo no he acudido a esa manifestación por motivos personales. En la Travesía de Vigo, a la altura de la empresa Fenosa, un policía de paisano dispara, supuestamente al aire, y mata a Manuel Montenegro, uno de los empleados de dicha empresa que se encontraba dentro del recinto viendo la manifestación.
La reacción de los antidisturbios contra los manifestantes fue brutal. En cuanto al policía que mató al empleado, su castigo fue un cambio de destino por un tiempo corto. Yo me entero de lo sucedido y colaboro en una colecta que hacen los trabajadores para comprarle una corona de flores y ponerle una esquela en el Faro de Vigo, en la que ponía algo así: “Muerto por la represión de la policía”.
Para publicar la esquela nos pidieron el DNI. A partir de ese momento empezó la desgracia.

“Lo menos que podemos hacer es comprarle una corona y ponerle una esquela en el periódico”, dijeron.
“Ese cabrón disparó adrede contra el pobre Manuel. Asesino de los cojones”, dijo uno de los compañeros.
“Vamos al Faro de Vigo a ponerle una esquela,” acordaron.
“Tienen que darme sus carnes de identidad,” dijo el empleado del periódico.
“¿Por qué? ¿No le llega con que le paguemos? ¿Por qué quiere saber nuestros nombres?” preguntamos.
“Si no me dais los carnés, no se la podemos poner”, dijo el empleado.
“¿Y no le llega con el carné de uno?”, le preguntamos.
“No voy a perder el tiempo. O me dais los carnés u os quedáis sin la esquela”, dijo el empleado.

Y llegó la réplica.
Al día siguiente de los disturbios, la policía nos fue a detener a todos los que pusimos la esquela. Un coche cargado de policías aparcó enfrente de mi casa. De él se bajaron una docena de agentes armados hasta los dientes, uno de ellos llevaba cogido un perro por una correa. El perro ladraba. A la gente, que escuchaba de lejos la barahúnda, la ponía nerviosa. Seguía ladrando. Los policías petaban exageradamente en la puerta como si quisieran derrumbarla, como los falangistas cuando iban a una casa buscar a alguien a quien pasear.

“Venimos a buscar al comunista José Humberto Baena”, le dijeron a mi madre, que había abierto la puerta. “Mi hijo no está en casa. ¿Por qué lo buscan? ¿Qué ha pasado?”, dijo mi madre.

Comenzaron las preguntas. Mi madre casi enloquece. Los policías no le contestaron y la apartaron para un lado como si fuera un mueble. Ellos y el perro que ladraba entraron en mi casa por la fuerza y la registraron sin encontrar nada que pudieran utilizar para inculparme.

“Su hijo es un delincuente, un comunista conocido y peligroso. Ya no es la primera vez que lo venimos a buscar para llevarlo detenido” le dijo un inspector de policía.

Efectivamente, el inspector se refería a cuando yo era estudiante en la Universidad de Santiago de Compostela. Por disconformidad con el Rector, algunos alumnos hicimos una sentada en las escaleras de la facultad de Filosofía y Letras. No tardó en llegar la policía armada y empezaron a cargar contra todos, sin distinción de hombres o mujeres. Detuvieron a muchos y a otros los fueron a buscar a sus casas los días siguientes. Yo fui uno de ellos. Aunque le dijeron a mi padre que me llevaban a la comisaría de Vigo para interrogarme, me llevaron a la cárcel de la Coruña, donde permanecí unos dos meses, y tras pagar mis padres una fianza de quince mil pesetas, consiguieron sacarme. Estando aún en prisión, mi padre pidió permiso para que me dejaran salir a hacer los exámenes. Se lo denegaron y perdí un año de estudios. Al cabo de dos años se celebró el juicio y salí absuelto. A pesar de ello, cuando fui a pedir el certificado de penales que me pedían para trabajar, no me lo dieron por haber estado en la cárcel. Y cuando mi padre reclamó el dinero de la fianza se lo negaron diciéndole que ese dinero no lo devolvían porque era de los comunistas. Una vez en libertad, seguí denunciando las injusticias, acudiendo a las manifestaciones, protestando contra el Franquismo, lanzando octavillas, etc... Mi vida transcurrió como la de cualquier joven de veinticuatro años ilusionado con sus ideales, el trabajo y la novia.

“La policía está en tu casa, Piter. Te buscan por lo de la esquela que le pusisteis al obrero que mataron en la manifestación”, me dijo una camarada que venía con su padre.
“¿Cómo se os ha ocurrido poner en la esquela: muerto por la represión de la policía? No es de extrañar que os hayan pedido el carné a todos”, dijo el padre de mi amiga.
“Joder, pues no puedo ir a casa, ya me han torturado bastante la otra vez que estuve detenido por lo de la sentada en Santiago.”
“A casa de tu hermano no vayas, porque también fueron allí”, dijeron ellos.
“Pero no sé a donde voy a ir, porque no tengo mucho dinero.”
“Márchate a Madrid, mi padre y yo te llevaremos. Allí los compañeros te echarán una mano.” “Si os necesito os llamaré, pero tengo que hablar con mi familia.”

Poco a poco me fui acercando a mi casa, tomando muchas precauciones. Mi padre estaba pendiente de mí y en aquel momento no había alrededor de la casa vigilancia policial. Al fin nos vimos y mi padre me contó lo que había pasado.

“Papá, me tengo que marchar, si me cogen me matan.”
“A casa de tu hermano no vayas. Mira si puedes pasar la noche con algún amigo y ya miraremos como vamos hacer.”

Así fue, pero el cerco policial se estrechaba cada vez más, pues a las seis de la mañana, la policía entró en mi casa para ver si me cogían en la cama. Ante aquellos acontecimientos, decidí ponerme en contacto con mi amiga, que se había ofrecido a ayudarme, y me escapé a Madrid donde durante dos meses estuve refugiado con varios militantes del FRAC. Tal vez ese estado de refugiado lo viví como un secuestro, escapando siempre, huyendo siempre, llamando clandestinamente desde cabinas telefónicas a causa del miedo a ser detenido, torturado como ya lo había sido anteriormente cuando era estudiante en Santiago. Para mí, aquellos compañeros del FRAC eran mi segunda familia a los que debía fidelidad y agradecimiento. Al atravesar tales estados de ansiedad, tales cambios, si son cortos, se puede producir un cambio en las maneras de pensar y de actuar, un cambio de humor, en el estado de salud siempre discontinuo, pero cuando duran más de dos meses pueden afectar al comportamiento cívico para hacer un cambio en la historia del país...
Piñeiro González, Vicente
Piñeiro González, Vicente


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