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Con la iglesia hemos topado, amigo Sancho (I)

martes, 05 de enero de 2010
“Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que fuera del todo escura, por hallar en su escuridad disculpa de su sandez. No se oía en todo el lugar sino ladridos de perros. De cuando en cuando rebuznaba un jumento, gruñían puercos, mayaban gatos, voces… en el silencio de la noche, lo cual tuvo el enamorado caballero de mal agüero… Guió Don Quijote, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
- “Con la iglesia hemos dado, Sancho”.

La glosa puede ser obvia, y por consiguiente equivocada. Una simple transposición ya podría valer. Con la urgencia que siempre cabalga sobre la razón de la sinrazón de un idealista cabal, Don Quijote quiere conocer in situ donde habita su simpar Dulcinea, fijando así, también para los demás, una realidad vital, la suya, la única que importa. Sólo se impone, evidentemente, una certeza mental y arquitectónica: un palacio, un alcázar, que se elevará señorial en un inesperado rincón del pueblo a oscuras de todos los Sanchos que son y que serán y que quisiéramos disimular nuestra sandez en sombríos y encabronados argumentos de sólo negro sobre blando.

Y así en la noche del camino a donde vamos, hacia el ansia intransferible y quijotesca de cada uno, no se oyen más que algo así como ladridos de perros -y perras-, que nosotros hoy creíamos que sólo andaban por la fraga de Cecebre hauyentando a las Parcas para que no entren nunca en esas aldeas de nuestra personal comarca. Pero no, los cánidos que Don Quijote consideraba de mal agüero en aquella ocasión, andan ahora sueltos -o atados- por las redacciones de los modernos púlpitos de la comunicación social y la verdad se muerde y a la mentira se le ladra. Y de los pequeños felinos de la noche del viaje, ya ninguno va al madrileño Callejón del Gato a divertirse y aprender delante de los espejos cóncavos de su propio esperpento, sino que están en casa de las señoras, acariciándoles el seno y aprovechando, mientras no llega el Entierro de la sardina. Ni qué decir tiene que también el asno de Sancho sigue liberando adrenalina a nuestro lado y se convierte en cantor de sirenas, mancebas y barraganes.
E iba clareando, algo así como la lámina de luz que cabe entre el cielo y la tierra cuando poco a poco comienzan a separar sus vientres después de haber hecho el amor en el lecho de las mismas horas. Y Don Quijote dio con el bulto que hacía la sombra y vio una gran torre y comprendió que no era el alcázar de Doña Dulcinea, sino la iglesia principal del pueblo… ¿Fracaso y decepción? ¿Extranjeros en el camino, la vida, que no va a ninguna parte? El idealista no se fía de la realidad, cuando menos la configura, y en todo caso la duda, al final, da en el mismo clavo que la verdad. El hidalgo sabe de toda certeza que la emperatriz de la Mancha vive en su palacio y tiene una mansión como un alcázar de fuerte y grande en el Toboso. Sólo hay que seguir buscando… preguntando, porque la verdad no está tanto en las respuestas y hallazgos que encontremos, cuanto en las preguntas que nos hagamos. Y la iglesia aquella? La iglesia no es ni principal ni secundaria, simplemente es. Lo dijo el divino nazareno: “mi reino está dentro de vosotros”. Así que ni perros, ni gatos. Eso sí, silencio Na noite estrelecida.
Mourille Feijoo, Enrique
Mourille Feijoo, Enrique


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