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Carbonilla y los Duendes de la Navidad

jueves, 24 de diciembre de 2009
Los peques de la casa ya eran unos incipientes adolescentes y, como tales, ya no creían en los cuentos de Navidad porque eso les hacía sentirse niños otra vez y, eso mismo, estaba muy mal visto por sus propios compañeros de clase. Así que, se avecinaban futuras Navidades cada vez más tristes y sin encanto donde toda clase de magia e ilusión estaban prohibidas para no quedar mal ante su grupo de púberes.

El resto de habitantes de la casa en lo alto del Bosque hacía lo propio con su Navidad.
El padre sólo vivía para su trabajo y, de la Navidad, sólo se encargaba de los regalos más 'in' para compensar a sus hijos la falta de su presencia en el hogar.
La madre era el nexo de unión con el resto de la familia: abuelos, tíos y primos, y la única encargada de engalanar el dulce hogar para la ocasión. Por tanto, empezaba a ser un miembro prescindible en esos días en los que en lo único que pensaban los incipientes pubescentes era en pasar unas vacaciones de lo más ociosas tumbados frente al televisor y que a nadie se le ocurriera cambiar sus planes atrapados por los videojuegos de guerra y sangre.

Sí, verdaderamente, cada año eran Navidades más bellas, llenas de armonía, amor y calor de hogar.

La Carta a Papá Noel y a los Queridos Reyes Magos, evidentemente, ya no se echaba al buzón porque, indiscutiblemente, estos incipientes núbiles no necesitaban escribirles para obtener sus presentes pues, con buenas notas o sin ellas, la Navidad no sería tal sin sus regalos y, era obvio que los recibirían de cualquier modo pues, su padre les tendría que compensar su falta de compañía por su querencia al trabajo fuera del hogar y el excesivo mimo de los abuelos para con sus nietos que darían todo por ellos, o los mismos tíos que, una año más, intercambiarían regalos con el resto.

Era todo tan irrefutable que el espíritu de la Navidad desapareció por completo.

El pesebre con el Niño Jesús pasaba desapercibido y el resto de los adornos: guirnaldas, luces y abeto, era de lo más cursi y espantoso que sólo una madre se atrevería a ponerlo.
Y por supuesto, las tarjetas de felicitación de Navidad eran gastos tontos y pérdidas de tiempo para la nueva era del ordenador con Internet porque, hasta una llamada de teléfono suponía tener que decir lo que no se quiere o siente.

Resultaba tan frustrante cualquier intento que hasta los dulces no se comían porque engordaban.

Ante semejante horizonte tan poco halagüeño, la Navidad perdía todo su sentido y no era más que pura apariencia y compras compulsivas.

El humo de las chimeneas, o la nieve, ayudaba a crear cierta atmósfera festiva y su olor era típico de la Navidad. Muy de vez en cuando, un villancico se escapaba por las ondas hertzianas y, antes que la madre se preparara para tararear, la radio, como por arte de magia, se apagaba. Era como si estos incipientes jóvenes se hubieran convertido en trasnos, duendes caseros que se transfoman en niños especialmente revoltosos y malvados.

Dicho comportamiento llamó la atención de los Duendes de la Navidad que no sólo veían mal la actitud de los chicos sino de todos aquellos hogares donde el espíritu de la Navidad se esfumó entre la niebla y el frío del hogar.
Y fue entonces cuando decidieron actuar.

Los duendes habitaban en los bellos bosques de robledales construyendo juguetes para Papá Noel, que luego él repartiría a los peques que habían sido buenos todo el año. Pero cada invierno que pasaba, estos gnomos navideños tenían más difícil su tarea.
¿Para qué aparecer en estas noches de encanto si apenas nadie creía en la magia de la Navidad?
No les quedó otra que reunirse con su fiel amigo Carbonilla, el paje de los Reyes Magos que deja carbón a los niños malos y, entre todos, decidieron parar la fábrica de juguetes hasta que el espíritu de la Navidad volviera a reinar. Así se lo hicieron saber a todos sus paisanos, a todos aquellos pajes y duendes, espíritus traviesos o bondadosos, para que no trabajasen en vano.

Siguieron unas Navidades muy tristes. Pagaron justos por pecadores. Los niños buenos se quedaron sin sus juguetes, y los menos niños, sin juegos violentos con los que matar el día. Los mayores, no encontraban momento para reunirse. De las Fiestas ya ni se hablaba, ¿para qué si no había regalos?

Carbonilla y los Duendes de la Navidad mantuvieron la fábrica a punto, a la espera de que Papá Noel y los Reyes Magos volvieran por Navidad.

Eso tardó en suceder hasta que una fría noche de Diciembre, aquellos incipientes adolescentes se hicieron ancianos y, hartos de su soledad, celebraron junto al fuego una velada en la que confesaron sus lúgubres vidas vacías de amor.
Recordaron sus años de la infancia en los que papá y mamá aún seguían juntos y ambos celebraban la Navidad al calor del hogar familiar, con todos su familiares y amigos.
Recordaron el belén que su madre montaba cada año, y las luces del árbol que su padre encendía.
Recordaron los dulces y monedas que recibían al cantar villancicos.
Y recordaron lo felices que se sentían arropados por el calor del abrigo familiar.
Ya era tarde para juntar a todos de nuevo; la mayoría ya no se encontraba en este mundo terrenal.
Ya era tarde para pedir perdón y repartir amor.
Pero recuperaron aquel espíritu perdido, recuperaron su consciencia y adoraron de nuevo al Niño Dios.

Fue entonces cuando la Estrella de Belén volvió a brillar una noche de Navidad y tras su estela de luz estos seres mágicos y bondadosos empezaron a descender con sus graciosos trajes rojos, sus puntiagudas botas y sus sonoros gorros con campanitas. Bajaban cargados de regalos llenos de deseos que Papá Noel y los Reyes Magos de Oriente repartieron por doquier a todo aquel que con su mirada deseaba Paz, Amor e Ilusión a los demás.

Todo se impregnó de nuevo de olor a Navidad y nunca, nunca más, se deseó la guerra o la enemistad.

¡FELIZ NAVIDAD´09 A TOD@S!!!!!
Antolín, Celia
Antolín, Celia


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