Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

Comentarios sobre la lectura (VII)

martes, 22 de septiembre de 2009
7. ELEGIA POR UNA PEQUEÑA BIBLIOTECA MÉDICA
Llega un momento -aciago instante- en que uno debe deshacerse de sus libros de Medicina. El cúmulo de objetos a lo largo de los años va reduciendo el espacio, no excesivamente grande, del piso. Y los familiares nos agobian diciendo que los textos profesionales, entre los que abundan gruesos volúmenes y que desde la jubilación apenas se utilizan, deben ir desapareciendo. Tanto más si ahora se puede recurrir a la bibliografía médica que facilita Internet (con los debidos reparos).

Las dudas comienzan cuando uno se decide a eliminarlos: unos, por que son muy queridos, otros, por muy manejados a lo largo de los años, cuando no por ser valiosos por si mismos, científica o pecuniariamente.

Es cierto que la Medicina se ha transformado muchísimo en los últimos veinte años, pero lo ha hecho en aspectos técnicos, en la genética, en la cirugía, en oncología, en medicamentos. Hay avances extraordinarios en equipos médicos de alta tecnología: tomografía axial computerizada o por emisión de positrones; resonancia magnética; neurocirugía pre-robótica, cirugía endoscópica, medicina nuclear, el láser en oftalmología, la fecundación in vitro, los trasplantes de órganos y tejidos, la medicina celular regenerativa. Para qué seguir. Pero permanecen válidas otra serie de facetas médicas, no menos fundamentales desde la anatomía a la fisiopatología. (Y así, aún cabe valorar ajustada ciencia en los doce gruesos tomos de la Enciclopedia Pediátrica, de Opitz Schmid, o los volúmenes de la Patología y Clínica Médicas, de Pedro Pons, o el Diagnóstico Hematológico, de Císcar y Farreras, o el Testut de Anatomía, como permanentes muestras válidas de esta biblioteca).

Hace falta una decisión heroica, cual la de Enrique Vila-Matas que en un otoñal atardecer arrojó sus libros de Derecho a un contenedor de basura, en la calle, lo que representó para él una acción fraudulenta y cuasi pecaminosa, pero, al fin, catártica, pues significó dedicarse, desde entonces y ya por completo y con éxito, a la Literatura, y a abandonar Las Leyes.

Uno, sin embargo, se queda en la problemática duda de ofrecer otros importantes libros de Pediatría (Fanconi, Debré-Lelong,..) o Neonatología (Shaffer, De la Torre, Abramson) a jóvenes colegas que te los desprecian, a Bibliotecas Públicas que no los necesitan, a las Facultades de Medicina que los rechazan, y que, aún siendo perennes joyas, sólo nos queda venderlos al peso, ¡que miseria!; o para el reciclaje del papel. Tal vez, regalarlos a una ONG para que los reparta, o recluirlos en desvanes y trasteros; o, finalmente, arrojarlos, con sigilo, a los contenedores de tu calle: lo cual, sólo mentarlo, entristece.

Ahora que lo pienso, me queda otra posibilidad: llevarlos al pueblo gallego dónde reside mi hermana L., y añadirlos a las estanterías en los que allí guarda, como reliquias, libros de Medicina que pertenecieron a mi padre, médico rural, licenciado en Santiago, hacia 1917, y que ejerció la carrera durante seis décadas en pueblos gallegos (falleciendo a los 100 años). Textos de Cirugía Práctica, de Patología, de Medicina Legal y, sobre todo, de Obstetricia y Ginecología (los cuatro tomos del Döderlein, entre otros).

Otra posible solución sería quemarlos allí mismo, en el patio de la casa, en una gloriosa pira funeraria, y que las cenizas sirvan para abonar los árboles frutales que llegarán a ser ya crecidos, sin duda, árboles de ciencia. Sin embargo, no creo factible tal hoguera, pues mi citada hermana sufrió un enorme susto cuándo se le ocurrió quemar unos rastrojos en su huerta -estando prohibido tal menester por las autoridades locales- y vio enseguida a numerosos vecinos que se asomaban, curiosos, a la finca, mientras giraba un helicóptero sobre las cercanías de su propiedad, y creyó ella que venía a fiscalizar la ligera humareda que se expandía hacia la plaza del pueblo. Solo le pasó tan angustioso miedo cuando pudo enterarse de que el aparato maniobraba en busca de un lugar para posarse, cercano al Centro de Salud, en el que un enfermo grave requería ser trasladado a un hospital de Vigo.

Quizá la solución esté en un cementerio para libros médicos, en un especial enterramiento de estos productos atóxicos o, como propone Ruiz Zafón en “La Sombra del Viento”, en un cementerio de libros olvidados, del que algún día serán rescatados por bibliófilos interesados o por ingenuos y asilvestrados lectores; o a ser referidos por escritores aficionados a las bibliotecas singulares, del tipo de Umberto Eco, Borges, Néstor Luján o Cunqueiro.

Tal vez, en el postrer ocaso de los libros de papel, persistan éstos ubicados en monasteriales “Casas de Lectura”, dónde, en un futuro -esperemos que lejano- un grupo mínimo de extraños lectores mantengan viva su prodigiosa querencia por los libros así impresos.

Por último, les confieso que no me gusta hablar de cementerios de libros, porque éstos nunca están muertos: entre sus páginas, a parte del polvo, ácaros y otros microorganismos, viven los personajes y suceden acontecimientos, consideraciones y hechos científicos, y a salvo del fuego o de un naufragio, persisten largamente vivos; en el peor de los casos, en libresco coma, pero dispuestos a resucitar, al instante, si se los atiende o reclama.

P.D.: Los libros de Medicina, por si a alguno le interesa, continúan todavía en sus recios anaqueles.

Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES