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Comentarios sobre la lectura (VI)

martes, 15 de septiembre de 2009
6. LUGAR DE LECTURA
Cualquier sitio vale para leer: un banco en el porche o en una alameda, la pradera de un parque, la playa, una cafetería (cuántos lectores hay de café), el autobús o el Metro, un tren de cercanías y, cómo no, en el de largo trayecto (con no menos adictos); la sala de espera de un aeropuerto, y el avión durante la travesía, tanto más si ésta es larga, transoceánica. Pero a parte del diario traslado al trabajo, los demás lugares citados suelen ser ocasionales. Nos queda como de singular y específica relevancia, la biblioteca pública, que para eso está: para la lectura, y otro no menos especial que permite, con más comodidad el mismo fin, nuestra casa, el propio hogar.

Y quiero referirme aquí, más que a la lectura profesional, escolar o académica que exige un despacho o un rincón de estudio, a la de entretenimiento o evasión, más o menos literaria, que pide un lugar aislado, que evite interrupciones, un cómodo sofá en una habitación discreta y porqué no, dada la pequeñez de los pisos actuales, el propio dormitorio, que se vuelve así el sitio predilecto para leer, tranquilo y solitario, con buena iluminación y funcional butaca, si la ocasión es diurna, y en la cama, si es de noche, entre sábanas o bajo la manta o el edredón.

Llegados a esta situación, se habla de artilugios que facilitan la lectura, desde atriles a cojines especiales, de la postura semisentada, que tal vez incomode a la columna vertebral, o tumbada, que parece la más idónea, y que cada uno, al fin y al cabo, elija la que más le convenga.

No vamos entrar en la cuestión de las parejas: tipo preferente de iluminación, horarios, cesiones, si uno debe madrugar, quién debe atender a los niños, y cómo se soluciona todo, al fin, trasladándose el lector más taimado al sofá de otra habitación.

En todo caso, conviene olvidarse de la televisión y dedicar cada noche unos minutos a la lectura, lo que no suele molestar al compañero y se convierte, incluso, en fructífera costumbre común. Más aún, cuando los médicos expertos en Medicina del Sueño desaconsejan largas sesiones de lectura nocturna, pues dicen que por la noche el cerebro desconecta los circuitos que facilitan el pensamiento y la actividad intelectual, y que la alteración persistente de dicho reposo es causa de ansiedades e insomnios.

Lectores habrá, en particular de jóvenes edades, que incurrirán en la emoción de lo prohibido, del morbo o lo pecaminoso al leer ciertas páginas, lo cual corresponde a la jurisdicción individual y, si acaso, a la de padres y tutores, pero no suele acompañarse de daños médicos.

A mi edad, de provecto pensionista y, por suerte, sin obligados horarios, leo a media mañana o a media tarde, y, con gusto, a medianoche, en la cama, y si ésta es articulada facilitando una cómoda posición, mejor todavía.

Alcanzado este punto, evoco con inesperada nostalgia mi época de estudiante en Santiago, por los años cincuenta, cuando vivía en una pensión situada frente a la puerta central de la Facultad de Medicina, en la calle San Francisco, y en la que en invierno, sin calefacción, hacía un frío terrible, por lo que nos veíamos obligados a estudiar entre cobertores. Recuerdo que tenía clase de anatomía con el Doctor Echeverri, a las ocho de la mañana, y cómo muchas veces acudía a la misma con el pijama puesto y sobre él, el pantalón, la chaqueta, la bufanda y el abrigo, pues el aula estaba helada, y cómo a la inmediata vuelta de la clase, en cuestión de minutos, me metía otra vez en la cama y sobre ella recomponía los fríos apuntes (que más tarde consolidaría con el canónico Testut).

La pensión era propiedad de Don José, un flaco petrucio, con el pitillo siempre pegado a los labios y que respondía al mote de “Quenoduda”, su habitual apoyatura léxica; y al cual sólo correspondía contemplar a lo largo del día, con las manos en los bolsillos, el cotidiano quehacer de la mujer y de sus dos hijas.

Manguel, en su excelente “Historia de la Lectura”, menciona un manuscrito ilustrado del siglo XII que representa “a un joven monje erguido en el catre de su celda, una almohada blanca a sus espaldas y las piernas envueltas en una manta gris. Sobre un caballete hay tres libros abiertos, y tres más descansan sobre sus piernas”. Las severas reglas conventuales permitían en los duros inviernos, estas felices debilidades.

Y en Madrid, a mediados del pasado siglo, en pensiones de muy precaria o nula calefacción, no era infrecuente sorprender a amigos opositores, a media tarde, en pijama, en una cama repleta de libros de Derecho Civil o Administrativo, a la manera de su cuartel general.

Esta circunstancia o necesidad de rodearse de libros en la cama, todavía se produce hoy, y sin la coartada del helador frío, en adictos a las Letras que gustan de acudir a un libro, buscar otro o un tercero, en las sesiones de apasionada lectura: “placer múltiple y variado, que sigue una especie de ritual libresco, de juegos y deseos, y que equivale a organizar con mimo un altar de la lectura” (Nuria Amat). Es decir, colocarse en la mejor actitud lectora, en la disposición de la fantástica aventura de leer varios libros de modo alternativo o sucesivo.

Caso muy curioso es el de los “tumbados” que bordea ya la patología psiquiátrica y representa, sin duda, una enfermedad social. Se trata de una persona, de ordinario varón, en apariencia sana, que una mañana decide no abandonar el lecho, y así, encamado, prosigue durante años. Luis Landero, no obstante, afirma que el “tumbado” no es un holgazán ni un neurótico, ni un simple enfermo imaginario que un buen día opta por suspender su actividad social y se abandona espléndidamente a la inacción”.

La comunidad a la que pertenece respeta la actitud de este excéntrico y manso individuo; los vecinos acuden a visitar al encamado -que los recibe con la cortesía de estar sentado- y hablan del tiempo y de las cosechas. La familia no se siente avergonzada de esta situación y, si fuere necesario, solicita ayuda económica para soportar la renuncia laboral del paciente y subversivo familiar. Se habla de dejación de responsabilidades, de vuelta a la infancia o, psicoanalíticamente, al claustro materno; sí, todo cabe en tal acontecido.

Jardiel Poncela, en su obra “Eloísa está debajo de un almendro”, de 1940, tal vez conocedor de un caso real (después de la guerra civil, y en Andalucía, se prodigaron), ironiza sobre Edgardo, un personaje de unos cincuenta años, digno caballero que lleva encamado 21 años y que, como en ocasiones se aburre, necesita viajar, y un día se va desde Madrid a San Sebastián, en tren, y en coche cama, claro, con la imprescindible ayuda de su mayordomo.

Se cita el ejemplo, a parecido propósito, del poeta Juan Ramón Jiménez (esto de los tumbados no deja de ser literario: pensemos en similares veleidades de Baroja, Valle Inclán, Unamuno, Aleixandre, Proust); pero, en este caso, corresponde mejor al modelo de un extraordinario hipocondríaco, un enfermo imaginario, que necesitaba vivir, por temporadas, en una clínica -la de Nuestra Señora del Rosario, en Madrid- para estar muy cercano al cuidado y la atención de los médicos.

En cambio, es más verosímil y hasta reconocido el caso del escritor uruguayo, Carlos Onetti, el gran encamado de la literatura del siglo XX, que según Julio Llamazares, en el “Elogio del Tumbado”, llevaba 15 largos años en la cama, eso sí, sin dejar de comer, de beber y de escribir hasta el último momento, cuando en una noche de 1995 moría en Madrid. Nos preguntamos si no será uno de los últimos especimenes de esta “singular estirpe”.

No quiero olvidarme, en relación con las mejores posiciones de lectura, de una de las cumbres de la estatuaria fúnebre española: me refiero al Doncel de Sigüenza -en alabastro- recostado con excepcional naturalidad, un libro entre las manos y las piernas cruzadas, situado en la capilla de los Arce de la Catedral segontina. Una hermosa estatua yacente que por sí sola merece una repetida visita a la ciudad. Representa la figura de un joven -25 años- Don Martín Vázquez de Arce que murió combatiendo contra los moros en la batalla de Granada, en 1486. Con la cruz de Caballero de la Orden de Santiago sobre el pecho, es una espléndida imagen de la cultura renacentista: defensa de la Fe, con las armas, y amor a la lectura y a la sabiduría, expresado en su mirada melancólica hacia un infinito más allá. A sus pies, un pequeño paje llora desconsolado su pérdida.

Y concluyo, ahora sí, pensando en la experiencia física e intelectual que debe suponer la lectura de libros electrónicos, el Kindle por ejemplo, en un cálido lecho y que para algunos de ustedes será pronto una realidad.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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