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Galicia

lunes, 29 de septiembre de 2003
Galicia, ésta del Año Jacobeo, la de siempre, la que espera lo mismo que en siglos pasados a cientos y cientos de hombres y mujeres con la flor de la lengua en diálogo o canto por nuestra ruta, no está muerta, no está olvidada y ciega a otros países.

Galicia, con su corazón profundo, desde los valles alza su manto al tiempo de su sonrisa, como la mejor de las madres y perdona por el rostro acariciando con los dedos, ese pequeño olvido en que la han tenido después de un coloquio justo en reclamación de sus derechos.

Galicia se yergue venciendo sus heridas y con las flores y los verdes de su campo, abre sus caminos sonriendo y levanta la voz en el canto primitivo del “Ultreia” para esperanza de los que vienen con el alma trémula en la boca, a ganar un perdón cristiano.

Galicia, la que ha dolido hijos en su vientre, sorprendente de sorpresas, no odia, no guarda rencor, no siente ríos profundos de resentimiento; ella es mujer, madre y está sentada en los atardeceres sobre los bancos de piedra, viendo la noche abrir en abanico y llenar las tierras, las eras y los bosques de un azul diluído por estrellas y luna. Tiene sus manos cruzadas bajo los senos y sueña, sin confesarlo a nadie, la realidad de su esperanza que un día pueden traerle sus hijos que han dejado de hacer amor por los caminos abovedados de flores y amoras.

Reconoce que su pasado es un manuscrito con letra sólo legible para ella. Sabe que sus cosas solo de ella son y está al momento actual viviendo en la cura diaria de sus días con una alegría de santos que hoy no se comprende.

No le falta valor a Galicia para luchar y separar a las gentes de otros pueblos que le salgan al camino y no la comprendan. Galicia ama en demasía y su abandono es por amor, por la confianza y la honradez hacia quienes no la merecen.
Su quietud es de no hace muchos años y aún el fuego de la lucha no extinguida, por sus derechos de madre, lengua y personalidad, sube como una antorcha a sus ojos y la hace ver en la oscuridad la raíz más pequeña de esos bosques que avanzan en la noche lo mismo que un callado ejército. Aún se renueva en sus manos la sangre y el exilio. Aún llora sola en la piedra, al borde de su casa abandonada, que va quedando estéril por un olvido sin perdón ante Dios. Pero ella se resiste a la muerte. Habla con su lengua. Muestras sus cosas a los visitantes; prepara la mesa al forastero; le enseña canciones que cautivan; les da hijas fértiles; se da a sí misma en todo de forma fecunda y sin exigir nada al paso, cae sobre ella un alud absurdo de cosas que anonadan a sus hijos traídos para vivir de la tierra misma.

A Galicia nada puede importarle esa riada de gentes, que pueden venir por ella, dejando en sus manos lo que saben, porque creer que Galicia, la de las tardes de junio, abiertas como naranjas ensangrentadas por los altos perfiles de sus horizontes, está caduca, es estar en un equívoco. Galicia, que somos nosotros mismos, jamás avejentará, porque sus hijos lejanos, volverán un día a sus casas que se van confundiendo en las manos del viento que las sorprende solas y la llenarán de lozanía. Volverá a ser el cauce de los ríos altos en la leyenda. Se levantará de la piedra gastada de molino rodando por las aguas cara al trabajo nuevamente.

Cierto es que Galicia tiene sus creencias supersticiosas alimentadas por las conversaciones en torno al fuego de sus “lareiras” cuando la lluvia o la nieve impiden salir de las viviendas. Pero, ¿qué pueblo no sube a la boca de sus gentes y dice los cimientos a viva voz de su raza? ¿Quién puede negarnos la niñez o la juventud habiendo llegado a la madurez? ¿Quién osará decirnos que nuestro pasado no es sublime en esta tierra en donde el hombre casi ha sido creado para la perfección de ella? ¿Quién nuevamente vendrá con las armas de un ataque injusto a cortar el idioma?

Galicia jamás ha sentido vejez, pero, eso sí, ha salido al llano que rodea su casa y, de pie, ante la puerta adentro que la ha recogido en grito por los partos, sueña, llora, ama y vive al día de Europa por ser sangre y vena de este continente, pero no envejecida, atrasada y metida en el barbarismo.

Para sus hijos hombres, árboles, carne, espera algo mejor que no la vacíe, algo que pueda procrearse dignamente sobre ella. Algo que sea un entendimiento perfecto de sus necesidades y sus problemas, evitando ese grito rebelde que vacía aldeas donde los viejos y los niños van quedando sin tierraspor las orillas de esas industrias hechas exclusivamente para hombres de una raza completamente distinta a la nuestra, aunque en su país de origen el sol se ponga a la misma hora. Ella, la nuestra, la que llevamos dentro lo mismo que un verso de Rosalía o Pondal; la que se extiende con nuestro grito enternecido por los verdes variados de sus laderas, cara a los ríos mansos que adormecen dornas, no está acabada, ¡no!, pero sufre por ese avance no bien entendido de lo ajeno de sus tierras. Calla, porque Galicia tiene un corazón con cabida para todos los hombres del mundo, pero ¿qué tierra no duele algún día, se levanta y vuela a lo alto de las promesas? ¿Qué madre no brilla la antorcha de su luz el último día y muestra al hijo el camino de su liberación?

Sus pueblos se van quedando vacíos. Por los caminos de dos, las zarzas y las flores silvestres ganan la tierra. Los ríos, sin respeto, se desbordan y borran los pasos del hombre en las piedras gastadas. Nadie, nadie queda por el paraíso tantas veces buscado por gentes preocupadas de encontrar el Edén creado por Dios al hombre.

El hombre es expulsado nuevamente de él y este ser saltado de la madre tierra, de su vientre, andante va, mejor es la palabra huye, deja las tierras que cuadraron sus manos del alba a la puesta del Sol. Su alma nació para el trabajo, pero necesita compensación en una despensa rica de descanso para él y para los suyos, pero, crudamente dicho, a pesar de esta preocupación actual por las tierras vírgenes de nuestro pueblo noble, el hombre nativo, el que ha tenido tantos problemas y anduvo por sus caminos en el esfuerzo de aprender a poner su nombre, tiene que irse, alejarse, ausentarse con un nido amargo de cosas dentro de su corazón, disimulado varonilmente con una sonrisa. Él es un pedazo más de esta carne arrancada de la tierra.

Cierto es que algunos vuelven y hacen de sus casas un grito confortable, pero también es cierto que solo Dios sabe con qué trabajo sus manos consiguieron el dinero y qué lágrimas en la lejanía de los viuteiros, de la corredoira y de la brisca en las noches del sábado, vertieron en la forzosa necesidad de huir hacia donde el hombre, una vez que ha nacido para el trabajo, no deja de serlo y se le da el valor que como tal merece.
Gallego Vila, Alfonso
Gallego Vila, Alfonso


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